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A todos los gobiernos se les concenden cien días de gracia para emitir el primer juicio sobre su actuación, o más bien sobre sus intenciones. A éste, no. Le bastan cien días para concederse medallas. A sí mismos, además. Sería cómico, propio de una república bananera, si no fuera patético. Al ministro de Defensa, José Bono, sus compañeros del Consejo de Ministros decidieron otorgarle el viernes pasado nada menos que la Gran Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco, la máxima condecoración militar en tiempos de paz. Y se preguntarán, como todos los españoles, cuáles son esos méritos tan impresionantes como para colgarse al pecho una medalla de estas características. Pues el repliegue de las tropas de Irak, o sea, el cumplimiento de una orden del presidente del Gobierno y de una promesa electoral. Que si alguien debe arrogarse el mérito de que todo haya salido según lo previsto y sin tener que lamentar incidentes son los mandos militares responsables del repliegue. Pero la medalla no era para ellos, sino para el ministro.

Claro que, después de la polémica suscitada por tal despropósito, el propio Bono ha decidido rechazar la distinción. No se hacen así las cosas, francamente. Ni Bono tiene los méritos que justifiquen esa condecoración, ni Zapatero debería proponer este tipo de actuaciones cuando acaba de aterrizar en el poder y el país está plagado de problemas y asuntos pendientes por resolver.

Ya habrá tiempo para las medallas, cuando Bono -si sigue ahí- haya acumulado experiencia y méritos. Y lo adecuado será, además, que sea su sucesor quien proponga otorgarle la distinción por los servicios prestados. No su jefe, quien le ha nombrado, y sus compañeros de partido y de Gobierno.