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La inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo pensaban que el pueblo iraquí ya había sufrido bastante con una guerra tan rápida como mortífera y con una larga posguerra plagada de atentados terroristas. Pero no, resulta que no era suficiente. Faltaban las torturas en las cárceles a los detenidos iraquíes.

El asunto, que está creciendo como una imparable bola de nieve, ha alcanzado tales proporciones que el mismísimo presidente Bush ha tenido que salir a la palestra -concediendo entrevistas a varias cadenas de televisión árabes- para prometer un castigo a los culpables y una investigación exhaustiva, al tiempo que ha recordado que sus tropas no saldrán de allí hasta que esté cumplido el objetivo, o sea, instaurar la democracia en Irak.

La respuesta del inquilino de la Casa Blanca resultaría sólo chocante si no estuviéramos hablando de un asunto penosísimo y terrible. Nunca unos soldados proclives a la tortura, a la vejación y hasta al crimen -hay quien habla ya de 25 personas muertas mientras estaban detenidas- podrán instaurar nada que no sea el terror, la xenofobia y el odio.

Y es ésa precisamente la cosecha que Occidente tendrá que recoger en el mundo islámico si sigue sembrando estas semillas. Pero a Bush y a Blair no les preocupa tanto la reacción lógica de indignación en el mundo árabe como la que se genere en la opinión pública de sus propios países.

El recuerdo de aquella oleada antibélica que trajo la guerra de Vietnam sobrevuela el mandato de Bush, que este otoño se presenta a la reelección. Quizá no baste con pedir perdón. Los propios norteamericanos, de profundas convicciones democráticas, podrían pasarle factura tanto o más que los agraviados.