En su discurso con motivo de la celebración de la Diada de
Balears el pasado lunes, el president del Parlament, Pere Rotger,
recordó una verdad que en demasiadas ocasiones suele olvidarse: que
las personas y la sociedad son las auténticas protagonistas, como
receptores y autores, de los estatutos de autonomía y de la
Constitución.
De ahí que resulte lógico y hasta conveniente abordar la
posibilidad de modificar, reformar o retocar ambos textos en el
caso de que la propia sociedad, y las circunstancias que marcan el
paso del tiempo, así lo aconsejen. Debemos estar de acuerdo en que
algunos aspectos del Estatut y de la Constitución son mejorables.
¿Por qué, entonces, conformarnos con lo que hay? El miedo atroz que
algunos dirigentes políticos han demostrado ante la idea de «tocar»
el texto constitucional resulta, cuando menos, incomprensible.
El temor a que la Constitución del 78 salte en pedazos nada más
«abrir el melón» de las reformas es infundado. El texto
constitucional se estructura de forma que algunos de sus epígrafes
puedan alterarse sin afectar al resto, como ya se hizo con ocasión
de la entrada de España en la Unión Europea.
A nadie se le escapa que nuestro país, y nuestra Comunitat, han
cambiado de forma radical -casi resultan irreconocibles- en este
cuarto de siglo transcurrido desde aquellos 1978 y 1983 en que se
aprobaron ambas leyes.
Eso sí, como también subrayó Rotger en su discurso, hay que
exigir una buena dosis de «seny» a la hora de hacerlo. Si la
Constitución del 78 se gestó en el marco de un consenso casi sin
precedentes, su reforma debería hacerse de igual forma. Sin miedo,
confiando en la madurez del pueblo español y, como dijo Jaume
Matas, siempre y cuando haya una demanda social mayoritaria. Y, por
supuesto, al margen de las crispaciones que provoca una campaña
electoral.
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