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Por lo que han relatado testigos presenciales, las condiciones de vida de los 680 prisioneros de la guerra de Afganistán que Estados Unidos mantiene en la base de Guantánamo son aún peores de lo que se suponía. Pero incluso admitiendo la dureza del trato que reciben, tal vez lo peor de su situación hay que buscarlo en esa total indefensión legal en la que viven y en la desesperante incertidumbre que puede llegar a generar. Los presos de Guantánamo llevan año y medio en sus celdas sin que pese sobre ellos ninguna acusación concreta.

Es por ello que la decisión del presidente Bush en orden a que seis de ellos -los primeros- sean juzgados por un tribunal militar, supone no sólo la violación de la convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, sino una lamentable aberración jurídica. El Gobierno norteamericano considera que existen razones para creer que esos seis individuos han sido miembros de Al Qaeda, o han participado en actos terroristas contra los Estados Unidos. Y a partir de aquí, serán las autoridades militares las que decidirán de qué se les acusa.

De perpetrarse semejante disparate, estaríamos ante una arbitrariedad sin precedentes, puesto que en un Estado de derecho, nadie, ni siquiera el presidente del país, puede enviar a juicio a alguien por simples suposiciones, y dejar para después las acusaciones de las que será objeto. Querríamos pensar que, finalmente, y como ya se ha insinuado en ciertos círculos próximos a la Casa Blanca, se reconsiderará semejante decisión, ya que de lo contrario estaríamos ante un juicio que no presentaría las más mínimas garantías. Y suficientemente deteriorada está ya hoy la imagen de la primera potencia mundial como para verse obligada a afrontar el descrédito que significaría un juicio de estas características.