Adriana, que con cinco años ya ha estado dos veces en el Rocío. Foto: PEDRO PRIETO

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PEDRO PRIETO
El Rocío es, durante el Camino a la ermita, como la ensaimada. Une a todos. Pero, haciendo gala del dicho «que allí donde fueres haz lo que vieres» te has de meter en él, de lo contrario estás perdido. Y nosotros, dentro de lo que cabe, así lo hemos hecho, o cuando menos intentado. Incluso nos recorrimos a pie los casi tres cuartos de Camino, veinte kilómetros, donde nos pudimos dar cuenta de lo que realmente es esta fiesta, en la que -según nos explicó un rociero- los malos se hacen buenos, y los buenos, ángeles, y sobre todo en la que nadie se siente extraño, pues todo el mundo te abre los brazos.

Nuestros rocieros, tanto los de la Hermandad como otros que nos hemos encontrado a la hora de realizar el viaje, pertenecen a diversos estamentos sociales. Los hay desde ricos a no tan ricos, de jóvenes, como la guapísima Adriana, cinco años y ya dos Rocíos en su haber, «o mejor tres -dice la madre-, pues cuando estaba embarazada ya vine», a veteranos, como el padre Sebastián Feliu, que participa en todo y que incluso en las grandes solemnidades rocieras, como en la presentación de ayer, se viste de corto tocándose con sombrero de ala ancha, como mandan los cánones, cosa que también hace Luis Bermúdez, arbitro de fútbol para más señas, que se estrena como rociero y que, además, flipa siéndolo «porque se siente algo especial. Por mucho que te hablen de él, si no lo vives no sabes como es».

Además, llama poderosamente la atención ver la cordialidad que reina entre todos. Y ya no hablemos de la participación. Todos están involucrados en todo, incluso en cosas tan sencillas como colaborar en las tareas de la casa, entre otras, fregar los suelos, echar una mano en la cocina, etc. Y ellas bueno, ellas, las féminas, son encantadoras. Y divertidas.