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Es en plena campaña electoral, cuando los políticos aprovechan para sacar a colación los grandes asuntos y especialmente aquellos que acostumbran a preocupar más a los ciudadanos. Es la hora de las promesas, que luego siempre habrá tiempo para olvidarlas. Y en este sentido puede estar llamando la atención lo relativamente poco que en esta campaña para las municipales y autonómicas se está hablando en España de la cuestión de la inmigración. Se diría que, especialmente los grandes partidos, soslayan el tema, o cuando menos no lo sitúan en su auténtica dimensión. Claro está, se trata de un problema delicado en cuyo enfoque no procede caer ni en las veleidades xenofóbicas, ni tampoco en las concesiones excesivas a una política de fronteras abiertas, sin más. Y unos políticos que, en realidad, no tienen soluciones prácticas ni eficaces para él, parecen optar por dejarlo en el aire. Es ésta una actitud que se viene advirtiendo no sólo en España sino en la mayoría de países europeos que reciben un importante caudal de inmigración. Se diría que los gobernantes están algo así como a la espera de que el problema pase, cuando lo que verdaderamente ocurre es que los inmigrantes que llegan, no pasan sino que se quedan, por lo que urge arbitrar soluciones. Desterradas absurdas nociones como la de que el inmigrante «viene a quitar trabajo a los de aquí», ya que éstos cubren puestos de trabajo para los que no hay demanda nacional y por tanto competencia, hay que admitir el hecho incontrovertible de que la economía europea necesita hoy a los inmigrantes. Y es tiempo de que los políticos lo admitan, lo analicen y lo resuelvan. Sea a través de unos criterios de humanizada selección que ajusten el flujo migratorio a las necesidades de cada economía, o articulando cualquier otro tipo de medidas. Pero lo que carece de sentido es pasar por alto la cuestión, hablando poco, o nada, de ella. Puesto que así sólo se consigue agigantarla.