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La ya de por sí impopular guerra que se avecina lo puede llegar aún a ser mucho más a tenor de las últimas informaciones que hablan de los reiterados esfuerzos del Gobierno de Aznar en orden a la firma de determinados contratos con el régimen de Bagdad. Si hasta ahora siete de cada diez españoles estaban contra la guerra, la proporción de los contrarios al conflicto puede aumentar cuando la opinión pública sea consciente de las desesperadas gestiones llevadas a cabo por el Ejecutivo a fin de conseguir para la compañía Repsol la explotación de un campo petrolífero susceptible de abastecer el 35% del consumo español. Hasta enero del 2001 esas gestiones fueron oficiales, pero extraoficialmente se negoció con Irak no sólo tras el 11 de septiembre sino después de septiembre del 2002, cuando nuestro país había dado su apoyo a los planes bélicos de Bush. Al parecer, el último contacto que conduciría al jugoso negocio se produjo el pasado mes de noviembre, mientras la ONU aprobaba la ya histórica resolución 1441.

A la vista de los hechos, algunos se empeñan en seguir hablando de pragmatismo -como es el caso de los responsables de la empresa estatal Expansión Exterior, participada en un 70% por el Icex del Ministerio de Economía, y que llevaba el peso de las negociaciones-, pero la cuestión a juicio de muchos otros puede resultar bien distinta. Cierto que no se ha vulnerado la legalidad internacional ya que Repsol, como otras compañías extranjeras, supeditaba la firma del contrato a una «cláusula de suspensión» que especificaba que la ejecución del mismo no empezaría hasta que la ONU modificara las condiciones del embargo sobre Irak. Pero una cosa es la legalidad y otra la ética, y desde esta última cuesta admitir que, en nombre del negocio, se estuviera negociando hasta hace tan sólo unos pocos meses con los dirigentes del centro mismo del «eje del mal». El pueblo tiene derecho a calificar este proceder de pura hipocresía.