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Reconocida su trayectoria política, a nadie puede haber sorprendido que Teodoro Obiang Nguema haya anunciado su victoria en las recientes elecciones presidenciales celebradas en Guinea Ecuatorial, con un 99,5% de votos. Era de esperar. Lo realmente sorprendente es la pasividad de España, principal responsable moral de lo que allí ocurre dada su condición de antigua potencia administradora, y de Europa, ante los reiterados atentados contra las libertades perpetrados por un régimen al que de ningún modo se puede llamar democrático. El vergonzoso fraude de estos últimos comicios se inscribe en una larga lista de afrentas a los ciudadanos, en la que podemos encontrar desde farsas procesales a torturas, detenciones arbitrarias, crímenes y amordazamiento de cualquier voz disidente. Pero Obiang sigue ahí, dictando su ley desde hace ya demasiados años y, lo que es igualmente grave, mofándose de todo intento de democratización del país, provenga éste del interior o del exterior. Desde que en 1995 tuvieron lugar en Guinea unas elecciones medianamente limpias y la Plataforma de Oposición Conjunta obtuvo el 60% de los votos -oficialmente nunca se llegaron a anunciar los resultados ya que el régimen paralizó el escrutinio-, Obiang tuvo clara la necesidad de recurrir sistemáticamente al juego sucio. Y al respecto hay que destacar su inigualable cinismo cuando, en 1999, respondió a la proposición española de garantizar un mínimo de 20 de los 80 escaños del Parlamento guineano para candidatos de la oposición, argumentando que «20 eran demasiados». El régimen de Obiang no tiene más legitimidad que aquella que él mismo se otorga. Hora sería de acabar de una vez por todas con semejante ficción, con una dictadura mal encubierta cuyos excesos son susceptibles de herir cualquier sensibilidad, especialmente la de los españoles.