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PEDRO PRIETO Los continuos atentados han pasado factura echando al turista del país. Caminar por Jerusalén, sobre todo por su ciudad antigua, es de lo más recomendable, relajante, instructivo y, si me apuran, hasta divertido. Y uno debe hacerlo a poco de llegar a la ciudad pensando que no tiene por qué pasar nada, como hicimos nosotros, primero en compañía de Aina Canals (Janna ó Hana Simon) y de su esposo, Sholom Simon, al día siguiente en solitario y por último con Nissan ben Abraham, nacido Nicolau Aguiló, judío mallorquín, de Palma, desde su nacimiento, y por conversión desde hace más de veinte, que es el tiempo que lleva viviendo en Shiló, una pequeña ciudad situada en pleno desierto de Samaria, que deja en el camino a Ramala y a otras ciudades dominadas por los árabes, y que el día de Tisha be Ad (aniversario de la destrucción del segundo templo de Jerusalén) se ha venido hasta el Muro de las Lamentaciones a rezar.

De entrada, llama poderosamente la atención el orden y la limpieza que reina por doquier, aunque a medida que uno va penetrando por el barrio árabe va notando que el entorno varía. El silencio queda roto por el bullicio y la limpieza, en según qué calles y rincones, deja un poco que desear. Por otra parte, sorprende ver que apenas hay turistas, tanto que en nuestro primer paseo, salvo un grupo de estudiantes norteamericanos a quienes su kipá delataba su condición de judíos, y media docena de japoneses deambulando, no vimos a nadie más. «Hace veinte años, por estas calles que recorremos ahora -recordaba Pere Bonnín- apenas se podía dar un paso de la gente, turistas en su inmensa mayoría, que circulaba por ellas. Hoy, ya ves que no hay nadie», lo cual se traducía en poco trabajo, por lo que muchas tiendas de la ciudadela habían cerrado hacía tiempo, mientras que los dueños de las que permanecían abiertas pasaban parte del día jugando con otros dueños a cartas o ajedrez.

Yaakov y Esther, propietarios de Yaakov Greenvurcel, una joyería situada en Hutzot Hayotzr, una empinada y empedrada calle ubicada a no muchos metros de la puerta de Yafo, adonde fuimos a recalar guiados por Aina, amiga de ellos, nos decían que «antes de la última intifada por esta tienda pasaban alrededor de cuarenta clientes cada día, y el doble o triple por la que tenemos en la ciudad antigua. Hoy hay días en que no pasa nadie. ¿Que de qué vivimos? De los ahorros y de lo que ganamos vendiendo en Nueva York, adonde vamos unas cuantas veces al año». Algo por el estilo estaba padeciendo David, un judío marroquí, con tienda abierta en la Jaffa Gate que uno se encuentra a poco de entrar en la old city, donde los clientes también habían dejando de acudir «ya que desde hace muchos meses no hay turistas».

Que un marroquí sea judío, y que además venda entre judíos, árabes y cristianos, es prueba más que evidente que la convivencia, no sólo en aquella ciudad sino en todo el estado, sería posible de no ser por esos descerebrados que se dedican a matar o a matarse para matar, causando pánico y terror, y ahuyentado a los visitantes que hasta no hace mucho recibía Israel. Durante nuestra estancia en Israel, este país ha sufrido dos atentados, el del asentamiento Emmanuel, donde una bomba paralizó un autobús en plena carretera, y que cuando algunos de sus ocupantes lo abandonaban fueron a abatidos a tiros por terroristas vestidos con ropas militares israelíes, y el de Tel Aviv, ocurrido en un barrio frecuentado por trabajadores extranjeros en el día de la celebración del Tisha be Ab, saldado con muertos, entre ellos los dos terroristas suicidas además de numerosos heridos, muchos de ellos muy graves.

Pere Bonnín me hace ver durante el recorrido por el barrio cristiano, en el que éstos conviven en completa paz con ortodoxos, armenios y coptos, de qué modo la Iglesia cristiana ha hecho desaparecer los vestigios de la época de Jesucristo. «Donde se dice que fue enterrado se ha construido un templo, y donde se cuenta que Cireneo le ayudó a transportar la cruz, otro». Y así es, efectivamente: de aquel lugar en el que el rico José de Arimatea depositó el cuerpo de Jesús muerto, tras haberlo reclamado a Pilatos, tan sólo queda un gran templo, «al igual que otro en donde nació, en Belén. Eso sí -recalca Bonnín-, dotado de una gran acústica. Y lo digo porque allí canté El Emigrant, que, según me contaron, sonó muy bien».

Cerca de la Vía Dolorosa, en la calle Casa Nova, se encuentra un albergue con el mismo nombre regentado por franciscanos. Nos atiende Fray Donato, italiano para más señas, que nos explica cómo poder llegar a Belén sin perecer en el empeño y, de paso, visitar el templo del nacimiento, que, como recordarán, en fechas recientes saltó a las primeras páginas de los diarios a raíz de su ocupación por un comando palestino. Pero, parece que si decidimos ir ese día, o al siguiente, no vamos a tener mucha suerte, pues la ciudad está ocupada por los militares y en las horas en las que podemos viajar hasta allí se rumorea que no va haber permiso para entrar en su recinto. Así que, tras agradecer a Fray Donato su interés por echarnos una mano para hacer ese viaje, quedamos en visitarle en otra ocasión.

A través de estrechas calles repletas de tenderetes, pero vacíos de clientes y algunos cerrados a cal y canto, penetramos por fin en el barrio árabe. Pere Bonnín ha propuesto acercarnos hasta Al Aska, la explanada de las mezquitas, aunque antes pasamos por un cybercafé que hay frente a la Puerta Nueva para enviar unas fotos. A mi lado, una joven norteamericana manda un e-mail al amigo encabezándolo con «I'm in Palestina...». «Debe de ser porque el amigo es musulmán», dice por lo bajo Pere. Sin más, enviamos las fotos, echamos un vistazo a Ultima Hora Digital para ver cómo están las cosas por el Perejil y salimos. A poco de poner los pies en el barrio árabe, notamos el cambio. Más bullicio, más gente -árabes todos- en las calles yendo y viniendo por un mercadillo que se extiende a lo largo del barrio; pobres pidiendo; niños pidiendo; música árabe, a ratos a todo volumen, que se emite a través de Cd desde las tiendas musicales, de cuyas fachadas penden las fotografías de los cantantes más de moda; tenderetes de comida, alguna bastante reseca; pequeños bares donde se toma té aromático; numerosas carnicerías con el género bien a la vista; mujeres que venden tomillo que amontonan sobre telas extendidas en el suelo; camisetas puestas a la venta en las que se lee «Yankis, tranquilos, Israel está con vosotros», o en las que aparece el rostro sonriente de Arafat entre una corona de laureles...

Sin darnos cuenta llegamos hasta la puerta de la explanada de las mezquitas donde emergen la cúpula de Omar y la mezquita de Al Aksa (que visitadas por Sharon hace dos años originó la ultima gran entifada, al entender los árabes que aquello fue una provocación) y que queda por encima del Muro de las Lamentaciones, pero la policía que monta guardia en la entrada nos impide pasar debido a que los musulmanes no permiten la entrada a los infieles, por lo que tenemos que deshacer el camino. De la pequeña heladería"tienda de souvenirs de la esquina de Near Sópense Hospital, nos llama la atención las numerosas fotografias de un joven que cuelgan de sus paredes. «Debe de ser otro cantante de moda», piensa en voz alta Pere Bonnín. Pero no; observamos detenidamente las fotos, y no. El padre, que dice llamarse Yousef Al-Shaweish, nos disipa las dudas: las fotos de Haleb -así se llamaba el chico- están a la vista, «porque fue asesinado por los militares judíos».

En otras fotografías se ve a una madre desesperada, llorando, en otra, a los hermanos y amigos retenidos por las fuerzas de seguridad, y en otra el cuerpo del joven envuelto en un sudario de color verde, llevado a volandas por la multitud vociferante. «Le acompaño en el sentimiento», le dice Pere a Yousef, que asiente en silencio sin dejar de servir helados a tres chicas. Finalmente, señalando una de las fotografías murmura: «Le mataron en 1989». Entonces, ya yéndonos de allí, imagino cómo quedarían las ciudades si los judíos colgaran de las paredes las fotos de sus muertos a manos de los terroristas.

El caminante no debe pasar por alto una vista al sancta santorum judío, el Muro de las Lamentaciones. Es una inmensa explanada a la que se llega a través del barrio judío de la vieja ciudad tras pasar un control policial (también se puede hacer el recorrido hasta allí a través de los tejados y las azoteas de las casas de dicho barrio, un paseo que nos mostró Nissan ben Abraham, y que nosotros les recomendamos). La parte superior de la muralla da a la explanada de las mezquitas, «desde la cual -señala el lugar Pere- los árabes apedreaban a los judíos mientras rezaban frente al muro». «El año pasado, en el día del Tisha de Ab, en que este lugar estaba repleto de gente, entre la que nos encontrábamos algunos de mis hijos y yo, los árabes nos lanzaron piedras desde lo alto de la muralla. La policía, en vez de reprenderlos a ellos, nos ordenó que desalojáramos la explanada», recuerda Abraham la mañana de ese paseo por los tejados en que le acompañamos hasta el Muro a que rezara.

Observo que mientras los hombres, unos de negro, con sobrero del mismo color, otros de vaqueros, con la kipa cubriendo su cabeza, unos de pie, otros sentados, oran en un lado del muro, las mujeres lo hacen en el otro. Para entrar en esta explanada has de, primero, lavarte las manos con el agua del pequeño pozo, y luego ponerte la kipá ¿Qué no tienes kipá? Tranquilo. Junto a la entrada te encontrarás con un cajón repleto de ellos. Así que tomas uno y te lo pones ¡y adentro! Seguramente te cruzarás con niños, jóvenes, adultos y ancianos -ellas, como hemos dicho antes, oran en la otra parte de la valla-, algunos vestidos al estilo de los ortodoxos de la Europa Oriental (Rusia, Polonia, Bulgaria, etc.), o sea, completamente de negro, con levita, sombrero y coletas que caen por encima de las sienes, que reculan en dirección hacia la salida, todo porque aquel lugar debe de ser abandonado sin perder de vista el Muro, que a poco que estás frente al él sientes una sensación, ¿cómo lo diría?, de paz, de relajo, pese a la multitud que te rodea. Primero a hurtadillas, luego con descaro, te fijas en ellos, que concentrados en la oración, ignoran tu presencia. Luego haces lo que el Papa, escribir un deseo en un papel, doblarlo y dejarlo, junto a otros, entre los huecos de los bloques de piedra que confortan aquella impresionante pared rectangular.

Por último, al igual que ellos, te retiras mirándola, sin prisas, y tras dejar el kipá en su sitio, abandonas la explanada por cualquiera de los controles policiales. Si ves soldados y policías con chalecos antibalas, cascos y armados, no te alarmes. Dada la situación que traviesa el país, recuerda: dos atentados con ocho muertos en dos días, te dará alegría verlos. Y si entre ellos ves algún que otro negro, no te sorprendas. Los judíos están en todo el mundo y en los últimos años cada vez son más los que regresan a la Tierra Prometida.

Como seguramente apretará el sol de lo lindo, se recomienda tomar un taxi. Nosotros lo hacemos en una parada sita en frente del Monte de los Olivos, de los que, la verdad sea dicha, vemos muy pocos, cuatro o cinco, que sobreviven bajo un sol abrasador sobre aquella especie de páramo que es aquel pelado monte. Antes de echar a andar, hay que decirle al taxista que ponga en marcha el taxímetro, porque si no, te cobra lo que quiera. Camino del hotel vemos a lo lejos, sobre otra colina, el cenáculo de la Ultima Cena. Minutos después, yendo en esa misma dirección, descubrimos tres o cuatro hoteles de reciente construcción que el taxista nos dice que están vacíos debido a la falta de turistas. Es la factura que está pasando el conflicto en forma de intifadas varias y numerosos atentados mortales. Pero, ¡qué bello es Jerusalén! Con prisas nos aseamos para ir a celebrar el Shabat en casa de Janna y Sholomo.