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Como sucede habitualmente en torno a cualquier asunto polémico, la emigración se ve envuelta de una maraña de verdades a medias, cuando no de auténticas falacias. Especialmente si la contemplamos desde una perpectiva económica. Cuántas veces se escuchan argumentos demagógicos que presentan al inmigrante como una especie de ladrón del empleo de los ciudadanos de un país. Cuando en realidad lo que ocurre es que los inmigrantes no sólo son los únicos que están dispuestos a realizar trabajos rechazados por todos, sino que por añadidura lo suelen hacer por un salario más bajo. La inmigración constituye un verdadero motor económico en muchos aspectos, hasta el punto de que se puede decir que, con escasas excepciones, los países que reciben un mayor flujo migratorio son los más ricos del planeta. La emigración cubre los déficits que puede presentar el mercado de trabajo, dicho sea con todas las matizaciones que son propias del caso. Por otra parte, la emigración hace posible la supervivencia de industrias que de otra forma estarían condenadas a desaparecer; y existen en este sentido modalidades tradicionales que cuentan ya con una larga trayectoria. Naturalmente que no todo son ventajas si de lo que se trata es de trazar un panorama de los efectos económicos que causa la inmigración-emigración. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del conservadurismo que lleva a los patrones del sector de la construcción a no mejorar las condiciones de trabajo de sus peones, sabedores de que mientras cuenten con inmigrantes que se ven forzados a aceptar un trabajo en cualquier condición, no acometerán el menor cambio. Pero en conjunto son más los efectos beneficiosos y, sobre todo, hay que admitir la inmigración como algo que no se produce por generación espontánea, sino como una consecuencia de la demanda que ejercen los países receptores de la misma. Que en materia de economía, las casualidades y los hechos porque sí, se puede decir que prácticamente no existen.