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Un país en huelga es un país crispado, que encuentra sobradas razones para llegar a la más difícil de las decisiones, pues a nadie se le escapa que un paro general es siempre el último recurso "el más costoso, para el trabajador y para el empresario" al que puede agarrarse una nación. Por eso resulta chocante que todo un presidente de Gobierno que se enfrenta a esta contestación social asegurara ayer mismo que se siente perfectísimamente legitimado para seguir en sus trece, porque la legitimación la dan «las urnas y los ciudadanos». Exactamente, por eso las urnas le encomendaron una tarea y ahora, a la vista del cariz que está tomando su proceder "atrincherado en una mayoría absoluta que desprecia cualquier opinión en contra", millones de ciudadanos le responden con una huelga general.

Es discutible que los sindicatos tuvieran argumentos suficientes para ir a la huelga cuando la convocaron, pero ha sido el propio Gobierno, posteriormente y con la aprobación del «decretazo», el que les ha dado el pretexto y el impulso necesarios. En cierto modo es una huelga contra una forma de gobernar. Pero de eso habrá que hablar mañana, cuando las aguas vuelvan a su cauce. Será el momento del análisis y de plantear cambios. La tramitación parlamentaria del decreto ley brinda una magnífica oportunidad para introducir las modificaciones que puedan consensuar los distintos partidos.

Hoy es el 20-J y lo que hay que exigir es cordura, por encima de todo. Evitar la violencia, la crispación y las coacciones "porque tan respetable es el derecho a la huelga de unos como el derecho al trabajo de los otros" debe ser el objetivo de todos. Y esperar que los servicios mínimos impuestos sean suficientes y que se cumplan.