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Hoy hace un año que Joaquín J. Martínez recobró su libertad. Tal día como hoy, abrazado a sus padres, salió de la cárcel de Orient Road, Tampa, dejando tras de sí cinco años de sufrimiento, tres de ellos en el corredor de la muerte.

Nos comentaba ayer Joaquín, quien coincidiendo con el primer aniversario de su puesta en libertad va a abrir un negocio de Informática y Servicios en Madrid, que si duros fueron los años en el corredor, muy dura también fue la última noche en Orient Road. «Tras recogerlo todo, decidí echarme a espersar a que me llamaran para salir. Pasaba el tiempo y nadie me avisaba; me dormía unos minutos y me despertaba sobresaltado. Fue una noche que me pareció interminable, pero que se saldó con el final esperado: la salida de aquel lugar. La libertad por la que tanto mis padres y yo, y muchos de ustedes, habíamos luchado». Antes de abandonar su celda, como suelen hacer los condenados a muerte que consiguen la libertad se quitó su uniforme de color butano, su santo y seña durante casi un quinquenio, lo lanzó al suelo y lo pisó. Luego se puso el traje que había lucido durante el juicio y que su madre le compró en Madrid y salió. Lo que parecía imposible, era posible. Cual montaña de granito, el aparato judicial norteamericano al que se habían enfrentado sus padres inmediatamente después de producirse la sentencia, había sido dinamitado a fuerza de constancia e insistencia. Había costado, pero ahí estaba, convertido en polvo, en nada. Y él estaba libre.

Ayer, un año después, renunció a una indemnización de alrededor de un millón de dólares que el Estado norteamericano le tendría que pagar por esos cinco años de privación de libertad. «Pero mejor perderlos -nos dijo Joaquín-. Mis hijas viven en Estados Unidos, y si yo me meto en pleitos con su Gobierno reclamando esa indemnización, ellas pueden tener problemas y yo cuando vaya a verlas. No sería el primero que los tuviera. Estados Unidos no olvida así como así que se le escape alguien».