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La Conferencia Mundial contra el Racismo que se celebra en Durban, Sudáfrica, ha puesto de manifiesto, una vez más, las enormes diferencias que existen en criterios fundamentales entre los diferentes países. Tal vez, la muestra más evidente de ello sea la retirada de Estados Unidos e Israel, al considerar la propuesta final de la misma excesivamente antiisraelí.

Por desgracia, las diferencias raciales siguen marcando la vida de muchas regiones del mundo y miles de personas sufren las consecuencias no sólo de comportamientos particulares, sino incluso de legislaciones que les privan de los derechos más elementales. Es por ello que la cumbre de Durban podía suscitar alguna esperanza en el más que hipotético caso, claro está, de que la resolución final fuese asumida por una gran mayoría de los países del mundo y que ésta fuera, además, de obligado cumplimiento para quienes la suscribieran.

Lamentablemente, eso no va a suceder y, como en tantos otros casos en los que están sobre el tapete los derechos humanos, la única conclusión positiva que puede extraerse es que estas reuniones pueden concienciar a la opinión pública sobre la existencia de lacras sociales como el racismo y sobre la necesidad de adoptar las medidas precisas para eliminarlas.

Esta Conferencia habrá servido también para analizar comportamientos históricos nada plausibles. Es el caso de una Europa dividida entre el «lamentar» o el «pedir perdón» por el colonialismo o la trata de negros. Pero no es suficiente con echar la vista atrás, es necesario forzar un nuevo marco legal, social y cultural en todo el mundo para erradicar el racismo y eso, por el momento, es tan sólo una esperanza utópica que queda muy lejos de poder ser llevada a cabo.