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Los habitantes de esta parte del planeta podemos sentirnos afortunados no sólo por gozar de unas condiciones de vida envidiables para la gran mayoría de los humanos, sino además por estar establecidos en un lugar de excelente clima, alejado de las zonas devastadas periódicamente por catástrofes naturales. Pero estas circunstancias no nos han hecho insensibles al drama que viven esas regiones, sacudidas ahora por terremotos, como lo fueron en años anteriores por violentos huracanes.

Las organizaciones no gubernamentales de nuestras Islas pusieron manos a la obra de inmediato tras conocerse las primeras noticias del temblor que arrasó El Salvador semanas atrás y volvieron a movilizarse después del de la India. A su llamada de emergencia, miles de ciudadanos se han volcado para aportar dinero que poco a poco se ha convertido en más de cien millones de pesetas. También las instituciones han donado subvenciones que servirán, primero, para atender las necesidades más imperiosas y, después, para iniciar la lenta reconstrucción de todo lo perdido. Todo ello nos demuestra que no hemos olvidado que hay un mundo a nuestro alrededor que llora la pérdida de seres humanos y de todo lo material por los caprichos de una naturaleza tan hermosa como destructiva.

Ha sido una hermosa lección de solidaridad de la que podemos sentirnos orgullosos. Pero no hay que olvidar que hay otras pequeñas catástrofes más cercanas y que pasan desapercibidas en nuestra propia tierra. Estos sentimientos de solidaridad pueden y debe expresarse en las Islas. La situación que están viviendo muchos inmigrantes, a los que se les niega un techo digno por ser magrebíes o negros, exige una respuesta solidaria, quizá más difícil porque no puede limitarse a extender un cheque. Exige la generosidad de convivir y compartir, dando una oportunidad a cuantos han llegado a Balears tras sufrir en sus países el efecto devastador de la más lacerante pobreza.