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La decisión del juez Guzmán de ordenar el arresto domiciliario y el procesamiento del ex dictador Augusto Pinochet ha provocado las más diversas reacciones, aunque la más preocupante, sin lugar a dudas, es la del Ejército chileno, que parece no haber asumido el papel que le corresponde en una democracia. Tras todo el proceso vivido en Londres a causa de la orden internacional de búsqueda y captura dictada por el juez español Baltasar Garzón, muchos fueron los chilenos que reclamaron que el general fuese juzgado en su propio país, incluso el Gobierno de Chile defendió que, en caso de llegar al procesamiento, éste debería tener lugar allí. Ahora bien, si algo pone en evidencia la situación actual es la fragilidad de la que puede adolecer la democracia chilena, con el enorme peso de la losa que supone el tener que apreciar y considerar lo que piensan los militares sobre algo que sólo y exclusivamente debería ser competencia de la Justicia y, por tanto, de las autoridades del poder judicial del país sudamericano. Las manifestaciones de los jefes del Ejército en el sentido de que el juicio supone una regresión al pasado y pone al país en una «situación crítica», no sólo no son de recibo, sino que además ponen en evidencia los deseos de amedrentar y ejercer presión sobre el resto de los poderes del Estado, poderes que deben ser independientes.

El corporativismo o el respeto que puedan sentir hacia el que fuera su jefe, no significa que puedan ni deban entrar en debates sobre su implicación en la comisión de crímenes execrables en contra de los más elementales derechos humanos y sobre el derecho a juzgar al ex dictador. Mientras se consienta desde el Gobierno esta injerencia militar, el riesgo de una involución es inmenso y sería por ello preciso poner a cada uno en su sitio, aunque habría que ver qué capacidad tiene el Ejecutivo chileno para ello.