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La Paz es una ciudad de contrastes. Contrasta el marrón de la tierra seca y de los ladrillos de la mayoría de casas sin pintar con las coloridas telas y aguallos "tejidos hechos a mano y utilizados para transportar, anudados a la espalda, objetos pesados o niños" con los que se visten los bolivianos. Esa es la crónica de nuestra compañera Mar Comín, que estuvo trabajando voluntariamente en la Radio Minera.

Según ella, contrasta el blanco del impresionante Illimani con el azul de un cielo despejado y presidido por el sol, que de alguna manera, y debido a los cerca de 3.500 metros de altura a los que se encuentra la ciudad, se siente más cerca. Contrasta el norte, más pobre, con el lujoso sur de la ciudad. Contrasta el calor que hace al sol con el frío de la sombra y la noche.

«La Paz es como un cubo de agua pero a la inversa, que se va llenando de casas hasta lo más alto, hasta el Alto, la zona más pobre y peligrosa de la ciudad. La Paz te satura los sentidos. En ella, hay infinidad de colores, diversidad de olores, ruidos, gritos, cantos, pitidos, bullicio... Es una ciudad caótica, en la que ni siquiera el tráfico parece seguir norma alguna. Terminal, Chacaltaya, Cementerio, San Francisco... los conductores de los trufis (una mezcla de taxis y autobús en los que caben unas quince personas pero en los que a veces se meten hasta treinta) van gritando su recorrido, al que se apuntan los peatones que quieren con tan sólo levantar el brazo. Mientras, los taxistas pitan sin parar a los transeúntes. Una extraña manera de ofrecer su servicio», dice.

Además del sonido de centenares de cláxones pitando al unísono, también llama la atención la enorme cantidad de gente que, a pesar del frío, está en la calle. «Están en la calle, porque trabajan en ella», afirmaba allí Isela Orgaz, una guía boliviana de 29 años. En la capital del país más pobre de América Latina infinidad de familias sobreviven gracias a la economía sumergida, que es el nombre que recibe en los países desarrollados la economía fruto de trabajos con los que nunca se saldrá a flote. Mucha gente, sobre todo mujeres y niños, venden en la calle artesanía, fósiles, mate y hojas de coca para mascar y hacer más liviano el mal de altura, el hambre, el dolor o el frío.