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La Cumbre del Milenio ha reunido a 155 jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo para hablar de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y del futuro de la misma. Algo absolutamente lógico si pensamos que con el avance del tiempo cada vez nos encontramos más inmersos en lo que se ha dado en llamar la aldea global. Y, en este sentido, es enormemente positivo que exista una organización en la que participan los países del mundo y en la que pueden adoptarse importantes decisiones que trascienden más allá de las fronteras de cualquiera de los Estados que la componen.

Sin embargo, aún existen enormes lagunas, tanto en el terreno de la estructura de la ONU como en el del papel que ésta debe desempeñar. Un ejemplo de ello es el Consejo de Seguridad, órgano al que corresponden importantísimas decisiones, pero en el que participan muy pocos miembros y en el que todavía existe el derecho de veto de los más poderosos. Esta situación provoca que decisiones que deberían adoptarse de forma urgente lleguen con un retraso a veces irreparable.

Y también es verdad que quedan numerosos rincones en el planeta en los que no existe el más mínimo respeto por los derechos humanos. Curiosamente, los dirigentes de esos países también participan en la cumbre. Una auténtica contradicción con la Carta de los Derechos del Hombre proclamada por el mismo organismo en 1945.

Dadas estas circunstancias, es muy poco probable que a corto y medio plazo pueda conseguirse que la ONU consiga una mayor democratización, pueda poner en marcha un tribunal penal internacional o tenga una menor dependencia de los países más fuertes. Pero pese a todo ello, éstas son cuestiones a las que no hay que renunciar en aras de conseguir un mundo más justo.