Por el momento, ha concluido el 'caso Pinochet'. Y de una forma
vergonzosa. Jamás un país con la tradición democrática y de defensa
de los derechos humanos como Gran Bretaña podrá sacarse la espina
de su penoso proceder en esta ocasión. Para los familiares de las
víctimas y para quienes creen en la Justicia, la jornada de ayer
deberá inscribirse en los libros de historia como una de las más
tristes, pues significó abrirle la jaula de oro en la que se
encontraba a uno de los dictadores más sangrientos que ha conocido
el mundo. Sin juicio, sin explicaciones, sin ninguna molestia para
él, aparte de haber pasado 16 meses en una mansión de Londres.
Lo que en principio sólo parecía una guerra personal emprendida
por el 'incorruptible' Baltasar Garzón debía haberse convertido de
inmediato en una batalla conjunta del Gobierno español y de todas
las organizaciones que defienden los derechos humanos. Pero no.
Nada más lejos. Tanto el presidente del Gobierno como el ministro
de Exteriores temieron siempre molestar a los chilenos y perder así
alguno de los negocios que empresarios españoles tienen allí. Quedó
en un segundo plano la Justicia, la verdad o la solidaridad con
miles de inocentes asesinados, torturados y desaparecidos. Ahora,
con la decisión de poner en libertad al genocida, el Gobierno de
Londres "¿de izquierdas?" ha hecho el papel más ridículo de esta
historia, aunque con la impagable colaboración de otros gobiernos
europeos.
Ahora se limitan a confiar en que la Justicia chilena ponga las
cosas en su sitio dando curso a medio centenar de denuncias contra
el octogenario. ¿Qué ocurrirá en Chile? Es previsible que a las
celebraciones de los pinochetistas se opongan las muestras de
indignación de miles de ciudadanos que difícilmente pueden estar de
acuerdo con el presidente electo, Ricardo Lagos, quien ha afirmado:
«Todos los chilenos debemos estar contentos». Chile tiene ahora la
palabra.
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