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El imparable juez Baltasar Garzón acaba de dar un nuevo paso hacia adelante en su particular guerra contra el dictador chileno Augusto Pinochet. La decepción que sufrió cuando el Gobierno español optó por no recurrir la decisión británica de no extraditar al militar por su delicado estado de salud se ha convertido ahora en una nueva iniciativa sobre el caso. Está claro que el magistrado de la Audiencia Nacional no va a parar hasta conseguir lo que desea, que no es otra cosa que juzgar al genocida para demostrar que la Justicia está por encima de intereses particulares.

Lo que ocurre es que, en el caso español, los intereses particulares son muy fuertes y, por lo que se está viendo, el Gobierno de Aznar ha decidido ponerse del lado de los empresarios que tienen allí negocios y defender la buena convivencia entre Chile y España antes que la justicia universal.

Ya lo ha dicho el ministro de Exteriores, el ibicenco Abel Matutes, que su Gobierno quiere garantizar las buenas relaciones de nuestro país con Chile y el Reino Unido y respetar las decisiones del Ejecutivo británico.

Garzón, que conoce todos los resquicios que el derecho le permite, ha amenazado con denunciar al Ministerio de Exteriores por entorpecer su labor judicial por omisión "al no presentar alegaciones contra Londres", en un nuevo intento por reconducir los hechos. Lamentablemente, en este caso las alegaciones que podría haber presentado España "defendiendo a las miles de víctimas del general chileno" no se han producido, y sí las del Gobierno belga, al que sin duda el caso le afecta mucho menos. Quizá hayamos dejado pasar el tren que nos habría permitido defender la justicia en cualquier rincón del mundo y contra los asesinos más poderosos. En lugar de eso, hemos preferido defender los negocios. Una lástima.