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La posibilidad de una coalición de gobierno en Austria que dé acceso al poder a los «liberales» "paradójico el nombre elegido por estos populistas de extrema derecha" de Jörg Haider, está inquietando estos días a una Europa que reunida en Estocolmo en el Foro sobre el Holocausto recuerda precisamente el aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Disuelto el larguísimo matrimonio "nada menos que 14 años" formado por socialdemócratas y democristianos, el país depende de ese posible acuerdo entre conservadores y ultras que en un plazo de ocho días podría cristalizar. Naturalmente que nadie medianamente demócrata podría ver con buenos ojos la instalación de un bastión de la extrema derecha en el corazón de centroeuropa. Un lugar en el que todavía está fresco el recuerdo de los excesos a los que condujo esta suerte de ideologías. Y ésta es precisamente la razón histórica que hoy debe llevar al rechazo de actitudes políticas como la de Haider, y a la eventualidad de que gentes como él disfruten de poder. Lo malo es que a un observador medianamente perspicaz, o simplemente atento, no se le escapa un hecho preocupante. Y es que el nerviosismo que corre ahora por las cancillerías europeas ante el giro que podría producirse en Austria, no se debe tanto a la posibilidad de ver a un neonazi, o a sus sicarios en el Gobierno, como al hecho de que tal circunstancia determinara un descrédito, en lo económico más que en lo político para la vieja Europa, con todas las consecuencias que ello podría acarrerar desde un punto de vista comercial y financiero. Dicho de otra manera, a la Europa oficial "los pueblos son otra cosa" le inquieta más la posible depauperación de un euro ya de por sí enclenque, que la idea de volver a albergar una colmena totalitaria en su seno. Y eso es algo muy grave, porque contra cierto tipo de agresiones se debe luchar desde la convicción y no desde la conveniencia. Puesto que el resultado de esa lucha puede ser muy distinto en uno o en otro caso.