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Ayer puede considerarse ya un día histórico. Millones de personas "demócratas, partidarias de la justicia" de todo el mundo emitieron un suspiro de alivio, de alegría, de esperanza, cuando la noticia saltó al mediodía a los medios de comunicación: el juez británico Roland Bartle autorizaba la extradición a España del dictador chileno Augusto Pinochet para ser juzgado por decenas de delitos.

Se trata, sin duda, de una pequeña pero enorme victoria del sentido común sobre la indiferencia, la dejadez y la connivencia que antaño provocaban este tipo de situaciones. A partir de ahora tenemos derecho a pensar que cualquier dictador, en cualquier lugar del planeta, podría ser detenido, procesado y condenado por sus crímenes gracias a la iniciativa de un juez polémico, aunque valiente, entero y firme como Baltasar Garzón, que se no ha dejado amedrentar ante los obstáculos a la hora de ejercer su profesión ante gigantes de la talla del sanguinario militar chileno.

Desde aquí hay que felicitarse por esos miles de familiares de las víctimas "ellas, desgraciadamente, ya no volverán", torturadas, «desaparecidas», asesinadas de las formas más crueles e inverosímiles que una mente retorcida pueda imaginar. Y hay que reflexionar, también, ante esos otros miles de seguidores del dictador, incluida una política de la altura de Margaret Thatcher, que no han dejado de esgrimir razones a cuál más fantasmal para tratar de salvar al militar de un destino que jamás habría imaginado. Porque ahí está el valor de la acción de Garzón: conseguir que un genocida que se creía inmune, a salvo en su país, protegido por una Constitución hecha a su medida, sea capturado "algo ya difícil", puesto a disposición de la Justicia y, finalmente, si todo sale bien, juzgado y penado por sus crímenes.