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En Venezuela se van cumpliendo los requisitos que permitirán al presidente Hugo Chávez "militar golpista en su momento, no se olvide" hacerse definitivamente con todos los poderes, y hacerlo de una forma estable, incruenta e incluso disfrazada de creación de un nuevo orden más justo, más limpio, más libre. De hecho Chávez, a través de «su» Constituyente ya se ha alzado con todos los poderes del Estado y lo único que impide que se dé por liquidado el proceso es el comprobar hasta qué punto la oposición acepta lo que ya parece un hecho consumado. Desarticuladas las instituciones, la Asamblea Constituyente ha tomado el poder político, y lo ha hecho arropada por las palabras contemporizadoras de un Chávez que no escatima eufemismos y buenos modos en sus exagerados intentos por no asustar a la nación. Sea como fuere, aquí lo incuestionable es que el andamiaje democrático ha sido desmontado. Algo que por otra parte no puede sorprender en exceso a quienes tienen claro que en la América Latina las democracias son aún hoy construcciones carentes de solidez, siempre amenazadas por la convulsión de turno. En casos como éste, se hace imposible no pensar en el Perú de Fujimori, quien tiene en la zona la patente del autogolpe de Estado. Aquellos que ahora se empeñan en justificar el quehacer de Chávez, no dejan de recordar que el antiguo orden fue incapaz de dar a Venezuela las soluciones que el país necesitaba. Mientras, los que se inquietan ante la llegada del orden nuevo, piensan con justa razón que tampoco éste las aportará. En cualquier caso, es evidente que la actuación de Chávez resulta inaceptable desde una perspectiva democrática, y eso es algo que no supieron ver desde el principio muchos gobernantes "con el presidente Aznar a la cabeza" que, de visita en Venezuela, llegaron a solicitar ayuda para el nuevo Gobierno. Un poder amasado hasta la fecha por el abuso del más vil populismo y la falta de respeto a las instituciones democráticas.