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EMILIO ARROYO - EL CAIRO Hará diez años, la próxima madrugada (a las 00'38 del miércoles), Sadam Husein se lanzó a la «Madre de todas las batallas», una locura militar destinada al fracaso que arruinó a su país, pero le encumbró como nuevo héroe de las masas árabes. El presidente iraquí había optado por hacer frente a la mayor alianza militar internacional nunca vista, que esa noche desató todo su poder destructivo en la llamada operación «Tormenta del desierto», que expulsaría a las tropas iraquíes de Kuwait, seis meses después de que hubieran invadido el emirato.

Pero, tanto detrás de la supuesta indignación mundial como de la previa anexión militar de Kuwait por parte de Irak, que lo considera una de sus provincias históricas, yacían los enormes recursos petroleros del subsuelo del rico Kuwait. Para dotar a la gran coalición anti Sadam de la necesaria apariencia política internacional, también fue necesario convencer financieramente a diferentes naciones árabes de que se unieran a la operación «Tormenta del desierto».

Estos días se destaca, una vez más, desde las páginas de los diarios, que los principios esgrimidos para desatar la guerra, en defensa del débil, y sobre todo el rechazo de Bagdad a acatar las resoluciones de la ONU, no se le exigen con igual contundencia a Israel en el conflicto de Oriente Medio. Sadam Husein sabía que para presentarse como héroe que no se doblega ante las masas árabes le bastaba con sobrevivir a la «Madre de todas las batallas», y no sólo lo hizo, sino que una década después sigue aferrado al poder, desafiante, y controlando el país con mano de hierro.

Ni siquiera los más de diez años de sanciones internacionales en contra del régimen iraquí han mermado su capacidad intimidatoria y prestigio, tanto en el propio Irak como entre los pueblos árabes. Es más, las sanciones impuestas por la comunidad internacional comienzan a percibirse como un fiasco. Incluso, estas sanciones, las más largas y completas jamás impuestas por la ONU, mantienen dividida a la comunidad internacional.