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La reestructuración del sistema financiero en nuestro país, en una primera fase para reforzar la resistencia del sector a la crisis financiera y, actualmente, para mejorar la rentabilidad, se encuentra en la etapa de culminación. En estos momentos se pone fin al complejo programa de restructuración y recapitalización, el Memorando de Entendimiento (MoU), acordado con las autoridades europeas en julio de 2012, para restaurar la confianza, estabilizar el sector y situarlo en una posición más sólida para el futuro.

El objetivo principal de todo este complejo mecanismo de ajuste ha sido la defensa del valor del accionista, mejorando el servicio al cliente y la capacidad de atender sus necesidades, actuales y de futuro. En ese sentido, el proceso de concentración bancaria ha sido irreversible. Lo estamos finalizando en España, aunque todavía se vislumbren nuevos movimientos. Hoy, las entidades del sector bancario español se encuentran entre las que poseen mejores ratios de eficiencia en el conjunto de Europa.

Es una transformación que deberá seguir la banca de otros países si quiere actuar en un mercado europeo cada vez más regulado, que exige mayores garantías de solvencia y mayor capitalización. Todo ello, en un entorno de márgenes de intermediación muy estrechos que requiere a las entidades ser muy eficientes en un mundo cada vez más tecnológico y digitalizado. Un mundo que, dados los bajos tipos de interés, plantea nuevos retos a esas entidades, entre otros: el del crecimiento en la inversión crediticia; la mayor intensidad en la comercialización de fondos de inversión y en seguros, o la gestión creciente en la recuperación de la morosidad. Además, como consecuencia de esa reestructuración del sistema, prácticamente todas las entidades financieras ya operan como bancos, han ganado tamaño y están reorientando el modelo de negocio a segmentos más especializados, con mayor generación de valor.

Por la propia concentración, la oferta bancaria española también está experimentando un proceso de homogeneización, lo que dificulta la adopción de cualquier estrategia de diferenciación. En todo caso, esa especialización pasaría por el uso de las tecnologías de la información, el Big Data y por saber dar respuesta al reto de la digitalización de la actividad de los clientes, en muchos ámbitos de su vida cotidiana y, en particular, en el entorno financiero.

Un entorno donde el euro presenta defectos estructurales que frenan su crecimiento y perjudican a las clases medias y más débiles, que ven recortadas sus prestaciones y sueldos. Los argumentos que esgrime el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, en su último libro “El euro”, apuntan a la falta de solidaridad de los gobernantes de los países más ricos, que ni invierten en infraestructuras ni permiten unificar la fiscalidad.

“El euro requiere flexibilidad, coordinación y menos rigidez para moderar los continuos desequilibrios en el tipo de cambio. Porque el avance tecnológico imparable que vivimos augura que el fin del dinero en metálico está próximo. Monedas y billetes pueden desaparecer muy pronto, antes de lo que nadie espera”, sella Stiglitz.

Aprovechemos esta gran transformación que conllevará un mayor control fiscal y una optimización en la gestión de la política monetaria, más precisa, rigurosa y ordenada. Con el conocimiento instantáneo de todas las transacciones deberíamos saber cuándo la sociedad invierte, gasta o consume, y cuándo se debe aumentar la liquidez en el sistema o retirarla para evitar una inflación no deseada.

Con el fin del dinero en metálico se conseguirá una mayor flexibilidad en la estructura de la moneda única y una mejor coordinación de las instituciones que rigen nuestras políticas monetarias. Se deberá obtener una solución global y satisfactoria para todos. Y cuando decimos todos se debe priorizar a los ahorradores, la mayoría de los cuales son familias, pequeñas y medianas empresas y gente humilde que necesitan de esos intereses.