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Ahorrar supone ganar más de lo que se gasta hoy para proyectar al futuro el remanente y disfrutarlo más adelante. Sacrificarse para vivir mejor en años venideros, en definitiva.

Ahorrar no es fácil para una clase media cada vez más menguada, ciertamente. Cuando ganar más no es posible, el ahorro brota de gastar menos y mejor. Una disciplina mensual para apartar una cantidad y destinarla al ahorro es fundamental; adquirir una formación financiera adecuada para que este sacrificio actual reporte un disfrute amplificado es imprescindible: de nada sirve levantarse pronto día a día y trabajar sin descanso, para que después perdamos lo ganado por una mala planificación financiera. Multitud de ladrones del ahorro esperan agazapados a que comentamos algún error: la inflación, que subrepticiamente reduce el valor del dinero por el mero paso del tiempo; los tributos directos e indirectos, que drenan la vida del ahorro; los intereses negativos y las comisiones, que reducen los depósitos sin darnos nada a cambio; los malos consejeros, bancarios o cuñados, que nos recomiendan productos tóxicos que se zampan nuestro esfuerzo monetario.

Además de los factores externos que atenazan al ahorrador, nuestra actitud y sentimientos pueden jugarnos una mala pasada. El ahorrador inteligente combate su propia pereza, su indolencia, el exceso de confianza y su ignorancia. Sin buenos candados, los ladrones entran y salen sin problemas.

Tres son las patas que aseguran una buena fotografía ahorradora:

Conocer la naturaleza del producto financiero en el que invertimos el dinero. Jamás invertir nuestros ahorros en un producto que no entendamos. Saber decir que “no” a una inversión puede ser mucho más rentable que responder afirmativamente llevado por la fe o la esperanza y no por el conocimiento. Si nos ofrecen un producto demasiado bueno para ser cierto, o “rentabilidades muy altas y seguras”, con casi toda seguridad nos están engañando. Warren Buffett, para algunos el mejor inversor a largo plazo del mundo, obtuvo una rentabilidad anual del 21,6% en los últimos 50 años (de 1965 a 2014), asumiendo el riesgo que ello implica.

En segundo lugar, debemos conocernos a nosotros mismos. No todos los productos de ahorro e inversión son idóneos para los mismos clientes, cada persona tiene un perfil inversor que debe comprender. Es preciso saber qué dinero ahorrado queremos invertir, el riesgo que podemos asumir, nuestro horizonte temporal, la formación y experiencia previa que tenemos, la situación de nuestra familia e incluso la psicología propia a la hora de aceptar riesgos y pérdidas.

La tercera pata implica conocer los terceros que intervienen en el proceso de recomendación, asesoramiento y comercialización de los productos de ahorro e inversión. Si contratamos a través de un banco, gestora o una aseguradora, su solvencia, reputación y capacitación del personal que nos atiende es de una relevancia capital. Si acudimos a portales de internet que comparan y analizan, su independencia y calidad de contenidos son básicas. Cuando un conocido nos habla de una forma de ahorrar que le encaja, la confianza en su capacidad y experiencia es vital.
Formarse, informarse, diversificar los activos, adquirir experiencia de forma gradual y tener una estrategia inversora dinámica son algunas de las claves del ahorrador inteligente: no escuches los cantos de sirena de los ladrones de tu ahorro. Tuya es la responsabilidad de pilotar la nave inversora, los demás solo te acompañan.