El escritor Joan Tomàs Martínez Grimalt se estrena en novela con 'La miopia' (Adia Edicions). | Teresa Ayuga

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Investigador, poeta, dramaturgo y guionista audiovisual, parece que a Joan Tomàs Martínez Grimalt (Palma, 1984) solo le faltaba cultivar el género de la novela, algo a lo que ya ha puesto remedio con La miopia (Adia Edicions). La historia está protagonizada por un crítico teatral, Arnau Gibert, que detesta ir al teatro y un poeta treintañero , Pere-Mateu Frau-Cabot, más pendiente del postureo que de escribir una buena obra. La presentará el próximo 20 de marzo en la librería Drac Màgic (Palma) y el 22 en Món de Llibres (Manacor), en un acto conjunto con Lucia Pietrelli, que acaba de publicar Deimos (Males Herbes).

Los personajes de este debut son bastante particulares...
—Ellos me aparecieron así, no los escogí yo. Prácticamente llegaron primero ellos que la novela; es decir, tuve claro los personajes y luego entendí cuál era su historia. Y de eso hace mucho. Durante años, la novela fue una página, la primera que aparece en el libro, aunque retocada, claro, porque una página puede aguantar el paso del tiempo hasta cierto punto. El grueso lo escribí entre 2019 y 2022, aunque por diferentes circunstancias ha salido ahora.

Es una gran parodia del mundo de la cultura, que a menudo parece un espectáculo...
—Pero creo que estos personajes son también cada uno de nosotros, todos participamos del mundo cultural, somos corresponsables. No puedo decir que estoy fuera de todo esto y que el problema son los demás, porque yo mismo formo parte de este problema y por eso me estoy satirizando. Poder reírnos de nosotros mismos es saludable. No creo que nadie se ofenda por ello y, si es así, es que tiene la piel muy fina...

¿Y cuál diría que es ese problema de la cultura?
—El problema es qué significa la cultura, qué es. Creo que, en el fondo, el debate no es tanto el aparentar o la manera de hacer las cosas, que también, sino qué es la cultura y para qué sirve, cuáles son sus principios y objetivos, cómo se articula este mundo.

¿Ha llegado a alguna conclusión al respecto?
—Siempre he sido más partidario de quedarme con preguntas que respuestas. Si tienes las respuestas no hay margen de evolución.

Se define a Gibert como un «pobre crítico mediocre sin criterio que justificaba su oficio con una retórica desbocada infestada de superbia y mezquindad». ¿El mundo de la cultura se ha convertido en un aparentar constante?
—No creo que sea patrimonio del mundo de la cultura, sino de las sociedades postindustriales occidentales donde, en general, todo el mundo tiene una sobrepreocupación por la imagen que proyecta, por lo que transmite en la arena pública, que es más importante que lo que hace en realidad. Aquel dicho antiguo de ‘hechos, no palabras’, podríamos girarlo y decir ‘imágenes, no hechos’. Ese es el paradigma de ahora.

Tanto el crítico como el poeta dan bastante lástima...
—Ambos viven al límite del patetismo, siempre están en la frontera. Y puede pasar que, efectivamente, algún lector pueda sentir lástima hacia ellos, o rechazo más que identificación. Creo que una de las máximas de la narrativa es que el lector pueda identificarse, en mayor o menor medida, con los personajes, porque si no se genera desafección. La sensación es que los personajes corren el peligro de no generar empatía. En este sentido, he querido jugar al límite con la empatía del lector. Son personajes con un punto profundamente despreciable, merecen todo lo que les pasa y todavía más.

Sobre el poeta, se dice que es «un falso, un pretencioso y un ignorante». ¿Ha conocido a muchos escritores así?
—Todos tenemos algo de esas partes, esta pulsión o capacidad de ser si esto es lo que queremos ser, pero, por suerte, la gran mayoría decidimos no serlo, pero la verdad es que hay muchos estímulos externos que te pueden conducir a ello. No creo que exista una persona así, de forma absoluta, aunque hay mucha gente que potencialmente podría manifestar alguna parte de esa personalidad. Así como hay momentos en el que podemos ser desmedidamente ambiciosos o arrogantes, también podemos ser tiernos, empáticos o amorosos, aunque estos personajes lo son poco...

Ambos terminan en el proyecto Les paraules curen, dedicado a aliviar el dolor de los enfermos terminales a través de la literatura. Suena descabellado y, a la vez, razonable.
—Es que ese es precisamente el tono de la novela en la que, como decía, juego al límite de algo que podría ser real, pero, a la vez, sería muy fuerte que lo fuera. Diría que no hay nada inverosímil, todo es plausible y coherente, aunque es cierto que sería difícil que ocurriera todo a la vez. Podríamos decir que es un realismo esperpéntico.

¿Es posible que un proyecto así exista en la realidad?
—No lo he buscado, pero puede ser. Es verdad que, según cómo lo consideres, no es una idea tan estrambótica, pero sí teniendo en cuenta cómo son estos personajes y la fundación que lo quiere llevar a cabo. Como planteamiento no es cruel, lo que es cruel es que caiga en manos de esta gente, que se mueve por egoísmo, ambición personal, desgravaciones fiscales y mesianismo. En general, el problema de todos los personajes es que son muy poco humildes, son ariscos e incluso antipáticos.

Portada de la novela.

Más allá del aparentar y del «problema» que comenta, sí es cierto que hay mucho fingimiento en este sector, de hacer ver que uno sabe más...
—No lo sé, en mi caso soy un actor pésimo. No estoy al día de las novedades, hay muchos libros que no acabo, no me considero un lector ejemplar, soy lento... Es cierto que tengo la sensación de que parece que ahora estamos obligados a tener prisa por hacer las cosas y este libro ha tardado más de dos años en hacerse... Y hay una historia curioso al respecto.

¿Cuál?
—Envié el manuscrito a Pau [Vadell, el editor de Adia] y estuvo nueve meses sin decirme nada. Me dijo que no tenía tiempo de leerla, así que le propuse ir yo mismo a leérsela. Así que esa lectura privada se convirtió en una lectura, una tarde de agosto de 2022, ante una docena de personas, muy cercanas y de confianza. Fueron tres horas y cuarto seguidas, sin pausas.

¿Cuál fue el feedback?
—Es un feedback falso, porque es muy diferente la recepción cuando lees que cuando escuchas.

¿Por qué La miopia?
—La miopía es esa vista nublada por algo que impide que enfoques bien y, por tanto, ver las cosas con perspectiva. Curiosamente no soy miope, aunque sí un poco daltónico. Puse el título muy rápido, antes de terminar la novela. En cuanto a la imagen de la portada, quería que fuera ilustrativa del título, pero no de la novela.

¿Podría ser como una temporada de Mai neva a Ciutat?
—Lo que has hecho antes influye, el hecho de haber escrito poesía y guiones en mi caso también, pero no creo en esa etiqueta de ‘una novela de poeta’, como si fuera una categoría más. He tocado muchos lenguajes por gusto y por supervivencia. Esa diversificación responde a mi curiosidad, pero también a una estrategia para sobrevivir.