La escritora Neus Canyelles colabora en este periódico. | P. Pellicer

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Tras evocar sus momentos más felices, los de su infancia, en Autobiografia autoritzada (Empúries, 2021), Neus Canyelles (Palma, 1966) dialoga con su madre fallecida en Milady (Empúries). Un diálogo que da pie a reflexionar sobre la familia, especialmente sobre el papel de las madres y padres, y también de la memoria y los cuidados.

En esta nueva novela se centra en su madre, en Milady.
—Hay un hecho fundamental: la muerte de mi madre. A partir de ese momento, mi vida cambia completamente. Con la muerte de los padres, en mi caso sobre todo de mi madre, todo se vuelca. Dos años después todavía me siento así.

Pero le dedica la novela a su padre.
—Es que mi padre estaba vivo aún cuando empecé a escribirla. Y tampoco quise cambiarlo luego. El día en que murió mi madre, también lo hizo mi padre. Sufría demencia desde antes, pero se acentuó con su fallecimiento. No tenía ganas de nada, simplemente se sentaba a esperar...

¿Y cuando murió su madre empezó a escribir Milady?
—Comencé a escribir cosas sobre ella sin saber qué haría con ellas. Eran fragmentos. Mi escritura, de hecho, es muy fragmentaria, iba recordando según escribía. Contaba aspectos y anécdotas de nuestra relación y me sentía bien escribiendo todo eso.

En la novela puntualiza que escribe sobre su madre no para que la gente la conozca ni sea la mejor del mundo, sino porque es «que le interesa hacer.
—Siempre escribo sobre lo que me interesa, nunca me fuerzo ni pienso en si gustará o no. Me da igual todo. Tienes que hacer lo que crees que hay que hacer. Por otra parte, es un poco homenaje a las madres en general. Lo he escrito para sentirme bien.

¿La escritura es una terapia?
—¡No! No me gusta la terapia de ningún tipo. Esa palabra la tengo muy aburrida. Pero escribir me hace feliz, así que, ¿por qué no hacerlo?

Portada de 'Milady'

La novela habla mucho de muerte, pero por ello también de la vida. De hecho, en cierta manera plantea cómo vivimos la vida...
—Mi madre era mayor y hacía dos años que estaba bastante enferma. Ella misma decía que ya era hora de marcharse. Estaba cansada, la vida era algo doloroso y no podía hacer gran cosa: estaba sorda y no podía escuchar música, con lo mucho que le gustaba, ni mirar películas sin subti´tulos. Aprendió un poco a leer los labios. Al fin y al cabo, uno saca todos los mecanismos para adaptarse, pero la suya, al final, fue una vida de dificultad. En sus últimos dos años la cuidé muchísimo, lástima que perdí las conversaciones que teníamos por Whatsapp, los vídeos y las fotos. A veces parece que si no tienes todas estas cosas no te acuerdas bien...

¿Cree que ya no confiamos en nuestra memoria?
—La memoria está mal vida. Fíjate que en la escuela no se ejercita: memorizar es como un pecado mortal. Y tenemos que tener fotos de todo, algo tangible. No me gusta nada. En la novela hablo de que casi no tengo fotos de cuando era pequeña, en cambio mi hermana, la mayor, muchas.

Afirma que antes los niños eran mucho más fuertes, capaces de soportar desgracias que hoy serían inimaginables. Y eso que no iban a los psicólogos...
—El psiquiatra me dice que debería ir al psicólogo y evidentemente que he ido, pero la verdad es que siempre salgo peor que cuando entro.

¿De pequeña, era más fuerte que los niños de hoy en día?
—Creo que sí. En eso influye mucho cómo nos educan y cómo nos crían y, lógicamente, depende del entorno. Tengo la sensación de que hoy en día los niños pequeños se crían entre algodones. Mi hija debe ser una superviviente, porque un pediatra diría que lo he hecho todo mal. Mi infancia es mi paraíso, no la cambiaría por nada del mundo. Ahora, con dos años, los padres ya dan un móvil al hijo para que no moleste. Estamos enganchadísimos al móvil, no podemos hacer nada sin él. Nací demasiado tarde, me hubiera gustado nacer en la época de mis padres.

Cuenta que con su madre compartía esa incomprensión por el mundo actual y que está «enfadada con la humanidad».
—No sé si es por mi carácter o por las experiencias que he vivido. Ella me llamaba ‘doña No’. Pero luego soy una persona divertida a la que le encanta jugar y pasarlo bien. Sin embargo, soy pesimista porque no me gusta nada el mundo que me rodea y es difícil vivir así. Hace unos años mi psicólogo me decía que tenía que limpiar, algo que hago a través de la escritura. Si no pudiera escribir, me tiraría por la ventana.

Dice que no pensamos tanto como deberíamos en la muerte.
—Es como si tuviéramos que pasarlo bien siempre y ser constantemente felices. Hacemos un montón de cosas para no pararnos y sentir.

El martes fue el Día Mundial de la Salud Mental. ¿Qué opina al respecto?
—Es un concepto equivocado. En vez de ‘salud mental’ se debería llamar algo así como Día de las Enfermedades Mentales. Nadie dice que tiene una salud cardiovascular mala o que tiene que cuidar su salud digestiva... Mi psiquiatra también aborrece eso de ‘salud mental’. Por otra parte, ahora si un niño está triste durante dos días es porque ya le sucede algo. Tal vez tanta visibilización es mala, contraproducente.