Imagen del escritor Arnau Pons junto a un retrato de él realizado por el pintor Rafel Joan. | Jonàs Pons

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Una fotografía de Antonin Artaud contrapuesta a un autorretrato que él mismo realizó. Estos son los dos horizontes que enmarcan el nuevo ensayo de Arnau Pons (Felanitx, 1965), Artaud, cruz entre dos rostros (H&O Editores), un texto con el que pretende cambiar la recepción que se tiene actualmente sobre la figura del poeta maldito. Se trata de algo que ya tratara de lograr con Paul Celan y su texto Cristall d’alè, ganador delPremio Nacional de Traducción en 2015, y que en esta ocasión se inscribe en una atención profunda a las posibilidades ético-políticas del poeta francés, conocido por su tratamiento de la crueldad, y que se centra en sus dos miradas contrapuestas, una de 1930 y la otra de 1946, que son reflejo de su evolución, su coqueteo con la locura y hasta su clarividencia en la misma.

¿Cómo conoce la figura de Artaud?

—A principios de los años 90 con L’ombilic des limbes, y poco después Le Pèse-Nerfs. Lo combinaba con Erwin Rohde y Waiblinger. Buscaba textos que me orientaran ante mis propios desequilibrios, que eran múltiples. Pero lo que me impresionó de veras fue la correspondencia de Artaud con Jacques Rivière. De pronto sentí que alguien hablaba también en mi nombre. Esto me hizo entrar en su mundo.

Se trata de una edición bilingüe en francés y castellano, ¿a qué se debe esa decisión?

—A que mi francés es muy construido. El editor deseaba que el lector pudiera apreciar estas nuevas contorsiones de mi espíritu, que no están lejos de los ejercicios del trapecio sin arnés.

¿Cuál es la tesis principal que defiende?

—Que hay una literatura, y por ende un arte, que destruye las consciencias. Artaud se dio cuenta de esto después de la Segunda Guerra Mundial. Y esto mismo lo llevó a proclamar un veredicto radical, como el de Adorno sobre la poesía. Para él se trata de curar, no la vida, sino la escritura.

Su intención es dar un giro a la recepción del autor, ¿cuál es esa recepción y cuál pretende conseguir?

—Pienso que no se ha ahondado suficientemente en la dimensión política de Artaud al tiempo que quiero mostrar que hay algunos pocos escritores que viven en un constante ahogo de su escritura, porque molestan. Es mi manera de denunciar el falso 'malditismo' en el que muchos se instalan, con sus variados altavoces. Con ello no pretendo defender una autenticidad, sino destapar lo reaccionario que anida en la literatura.

¿Qué cree que provocó esa recepción y qué problemáticas presenta?

—Su pregunta exige una conferencia al respecto. Si me permite una respuesta expeditiva, le diré que la fenomenología tiene mucho que ver con esta manera sublimada de entender el gesto literario, y esto hace que se pierdan de vista la denuncia, la subversión, la revocación.

¿Cuál cree que será el mayor impedimento que puede encontrar este libro?

—El silencio de la crítica o de la prensa llamada cultural. O sea: que se lo ahogue justo cuando nace.

Una de las cosas que sugiere el ensayo es el potencial ético-político-poético de Artaud, que parece haberse dejado de lado, ¿lo puede expandir?

—Lo que Artaud pone sobre la mesa es muy incómodo, ya que desmonta el negocio de la literatura. No se trata de vivir los símbolos, como sugería Cirlot, sino de dar vida fuera de todo símbolo. Sostener lo que está por venir y que repudia las fórmulas y las convenciones.

¿Es posible separar la vida y la obra de un autor?

—Es una cuestión recurrente. Interesa que se permanezca en la duda o en una especie de suspensión. Y esto refuerza y radicaliza los dos bandos: los defensores a ultranza del capital cultural inamovible (los conservadores) y los promotores de la cultura de la cancelación (los neo-moralistas). Yo intento situarme afuera y por eso practico un tipo de lectura a contrapelo, como decía Benjamin. También soy materialista.

Uno de los ejes del ensayo son los retratos de Artaud, ¿qué le aporta esta estructura?

—Demuestran que separar la vida y la obra es muy difícil, por no decir imposible. El arte de leer el rostro puede llevarnos, como en este caso, a una mejor comprensión de la obra y de la historia que la ha sacudido.

¿Qué diferencias hay entre esas dos miradas de Artaud?

—El primer Artaud se sitúa en los años 30, cuando Hitler empieza a hacerse notar con la furia de un icono que fascina, embruja y posee. Es el momento en que está de moda el hombre nuevo, que debe poner un punto final a una vieja Europa decadente. El segundo Artaud, en cambio, ya hizo la experiencia de ese mal hechizo, así como de la guerra y de las deportaciones, y se da cuenta de que no solamente la ideología, sino también la literatura puede anular lo más humano que hay en nosotros.

Se explica en el libro que al final de sus días, Artaud renegó de sí mismo, y que su viaje por la locura le había hecho extraña y sorprendentemente clarividente respecto a la literatura, sus limitaciones, incluso a un discurso ético y político de fuerte sentido poético, ¿es esto una visión de él que todavía no se entiende? ¿Es su mito una sombra que oculta sus propias posibilidades?

—Es un renegar que tiene la fuerza de un afirmar, o de un afirmarse. No hay que perder de vista su dimensión dialéctica. Artaud no está exento de violencia, sobre todo hacia sí mismo. A veces parece que luche encarnizadamente contra esta sombra que lo engulle, y que es, como dice, la sombra que le hace su propio mito. En general, tendemos a venerar en un autor lo previsible, lo que nos enseñaron a venerar en la vida y en la muerte, en lo social y lo colectivo, y perdemos lo diferente y lo imprevisto que ese autor es capaz de ofrecernos

En el libro sostiene que al final, Artaud descubre que no hay verdad revelada, que es ‘en la lucha de Yo a Yo donde Yo soy’, ¿se entiende, pues, que no hay mayor originalidad que la del individuo que emerge tras constatar que está construido por identidades ajenas?

—Sí, creo que es como dice. También para Paul Celan el otro, lo que se llama alteridad, le servía para encontrarse a sí mismo. Le era necesario este desvío por los espacios ajenos y extraños del tú para poder cerrar el círculo o el meridiano que lo conducía del yo al yo. El tú es un don inmenso y puede ser fecundo cuando te permite encontrarte contigo mismo. Solo así se puede hablar en nombre de lo otro, en virtud de tu propia diferencia para con los demás. El tú no puede implicar sumisión ni fascinación. Es la lección de Antonin Artaud al final de su vida, cuando la locura se ha convertido ya en una especie de lente que aumenta su lucidez.