El escritor y periodista Josep Massot en una imagen reciente. | Stefano Venturini

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Josep Massot (Palma, 1965) es varias cosas. Es escritor, es periodista, es fumador, pero ante todo es mironiano. Massot, biógrafo del genio catalán y miembro vocal de la Fundació Miró, es un firme defensor de la visión de la naturaleza que el pintor profesaba, y la abandera en un trabajo reciente como la manera idónea de relación entre el ser humano y la res extensa, como llamaría Descartes a todo lo que es natural y no humano. Así pues, el mallorquín expone sus argumentos y, a su vez, la pertinencia y potencial que la Fundació Miró tiene y puede llegar a tener como institución con el adecuado consenso.

¿Qué valor tiene resaltar la importancia que Miró daba la naturaleza hoy en día?

—Si un artista sigue vivo es porque nos sigue emocionando. Es evidente que ante el avance devastador de la crisis climática, la ética ecologista deMiró nos interpela de pleno. Paa él, el ser humano formaba parte de un todo interconectado y nos alertaba de que el futuro de la humanidad dependía de recuperar ese equilibrio alterado por la codicia humana.

¿Se trata de algo poco trabajo en los estudios de Miró?

—Su arte va más allá de su vínculo programático con la tierra o la representación afectiva de las formas naturales, lo que sería paisajismo. Él interioriza los procesos de creación de la naturaleza, con sus tiempos de siembra y espera, su metamorfosis y la tensión creativa, a veces destructiva, de lo masculino y lo femenino, idea que surge de Schelling.

Miró pide ‘pausa para pensar cómo vivir una vida digna de ser vivida’, algo que podría servir como mantra hoy.

—Nunca en la historia habíamos ido tan deprisa hacia ninguna parte. Por eso nos aterra el futuro y sentimos, como un noble arruinado, la nostalgia de un pasado que no fue. La pausa es el tiempo de la poesía que aporta conocimiento no inducido por algoritmos o propaganda.

La idea de escabullirse a la naturaleza es algo destacado en los últimos siglos, con pensadores que lo pusieron en práctica de manera reflexiva, como Benjamin, Zambrano o Heidegger, y otros de forma radical, como Ted Kaczynski, ¿qué supuso para Miró?

—La idea de que todas las formas de vida están conectadas por igual en el universo ha estado presente desde las cosmovisiones primitivas a los biólogos de hoy que sostienen la existencia de una biosfera sensible. El Renacimiento supuso un cambio, al imponer la idea de la supremacía del ser humano sobre la naturaleza, eso que llamamos antropocentrismo. Contra él reaccionaron los románticos alemanes, el simbolismo francés, los dadaístas y surrealistas, o Maragall, lector de Ralph Waldo Emerson, el maestro de Walt Whitman y Henry David Thoreau. Miró era pacifista y le hubieran espantado las acciones del Unabomber.

¿Qué valor tienen los centros mironianos a la hora de estudiar y expandir su legado?

—Queda mucho por indagar. A los 40 años de su muerte, ¿qué nos dice o inquieta de su obra? No era formalista, aunque sabía que si la forma es mala o débil no lograría transmitir sus vibraciones al espectador. Hay una tendencia académica que tiende a exponerlo momificado en la vitrina de un museo o como mero ilustrador de las ideas de los pensadores de moda, pero una de las lecciones que hoy extraemos es que hemos de incluir una dimensión espiritual, es decir, ética o poética, en el proyecto del progreso tecnológico y el auge de la inteligencia artificial. No siempre se tiene en cuenta su vivencia personal universalizada en sentimientos comunes, como la soledad, las penalidades del camino solitario, la angustia y el vacío de sentido del homo oeconomicus, abrumado por los delirios de la razón utilitaria. Hay mucho que investigar sobre su humor, su humildad, su deseo de innovación permanente, su demanda de belleza y de equilibro en el desasosiego, las ansias de esperanza y amor, el profundo conocimiento del mal y lo grotesco del ser humano o la reivindicación de la lengua y la cultura de su país en un planeta en el que todos, del norte o del sur, somos iguales y, como él decía citando a Confucio, solo las costumbres nos separan.

¿Qué supone para Mallorca tener un centro como la Fundació Miró?

—Es la única institución cultural universal que tenemos. Fue un regalo de la familia del artista, cuya generosidad aún no hemos sabido agradecer. A diferencia de Málaga, ciudad coleccionista de franquicias, la fundación tiene sus raíces en la isla.

¿Cómo se percibe desde la Fundació la idea del nuevo alcalde, Jaime Martínez, de crear un nuevo centro de arte internacional en el edificio de Gesa?

—Sin duda deberían potenciar los espacios ya existentes en lugar de crear otros. Duplicarlos es invertir en precariedad y condenarlos a la irrelevancia. Me consta que Martínez es alguien dialogante, culto y de mentalidad abierta al que no le asustan los retos innovadores. Llevo años pidiendo un pacto cultural que apueste por la Miró y la mantenga al margen del debate partidista.

¿En qué consistiría ese pacto?

—En uno que incluya a la sociedad civil con el objetivo de dotar a la Fundació de medios suficientes para posibilitar que expanda por fin todo su extraordinario potencial. Integrarla a la ciudad, tejer complicidades con el mundo cultural y económico, crear redes permanentes, impulsar una proyección internacional que daría a Palma y a las Islas el prestigio que tanto necesitamos. La cultura es un eje de la promoción exterior de cualquier gobierno que se precie y el nombre Miró abre las puertas de los mejores museos del mundo y es reconocido universalmente. Tendría que ser una aspiración de país, pues la inversión tendría un retorno colosal e inmediato cultural y económicamente. No se me ocurre un solo escenario en el que no salgamos ganando todos.