El filósofo Arturo Leyte, ayer en Palma. | Pere Bota

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Que las prisas son traicioneras lo saben en oficios como la agricultura, donde se requiere tiempo. Lo mismo ocurre en la filosofía, uno de los ámbitos del pensamiento que más a contracorriente navega. En el incesante fluir de la actualidad, una vorágine que no da descansos y donde todo va a ritmo de click, el filósofo destaca por la pausa que imprime a su reflexión. Arturo Leyte rezuma esa tranquilidad horas antes de su debate con José Luis Pardo en Sa Nostra Conversa, ciclo que arrancó ayer en el Centre Cultural Sa Nostra. El profesor gallego, catedrático de Filosofía en la Universidad de Vigo, es experto en idealismo alemán, pero ayer charló sobre Los retos (peligros) de la democracia en una jornada inaugural donde destacó que «quien sabe de esto es mi colega Pardo».

¿Cuál es el mayor reto de la democracia?
— Que se ha convertido en un concepto abaratado en el sentido de que lo usa todo tipo de personas que quieren apropiarse de él. Se produce una distorsión porque cada uno piensa que su significado de democracia es el real sin darse cuenta de que la democracia es un concepto, no un hecho.

¿Qué supone la distinción entre concepto y hecho?
— Si es un concepto no puede ser que uno sea diferente de otro. El problema es que se confunde concepto con un hecho político, que sí pueden difiere. La democracia no tiene contenido propio, es formal, que no alberga las condiciones de su realización; podemos decir qué es, pero no identificarla nunca con una situación dada. No es inalcanzable, pero sí ideal.

¿En qué se concretan las amenazas a la democracia?
— La que más me preocupa es quienes intentan apropiarse de ella desde dentro para liquidarla. Una usurpación que, además, pretenden imponer al resto. Algunos, y esto se da regularmente, tratan de liquidarla desde una concepción privada y es un riesgo que asumimos porque sobreentendemos la democracia como si fuera algo dado y hemos delegado nuestras responsabilidades, pero lo cierto es que la democracia es algo extraordinario.

¿Extraordinaria en qué sentido?
— En que la damos como algo natural, pero de eso nada. Quizá del total de países del mundo solo el 15% se consideran democracias, o sea que el 85% no lo es. Esto debería hacer pensar que no es ningún regalo y su defensa debería preocuparnos y ocuparnos.

¿Es un trabajo constante?
— Exactamente. Los jóvenes que han nacido en un régimen de libertades lo dan por sentado, pero no ven que se tarda mucho en construir un edificio y poco en derribarlo. Además, se ha abaratado porque muchos usan la etiqueta de demócrata como una acreditación religiosa, una carta de presentación, y la perversión es que los que tratan de acabar con la democracia van de demócratas.

Durante el confinamiento se tomaron medidas que algunos criticaron como vulneración de derechos fundamentales, ¿qué opina de todo aquello?
— No quiero juzgar frívolamente la situación, pero se ha revelado de manera obvia la incompetencia de los gobernantes que tiene que ver con una situación de sorpresa en la que se podría presumir que no había nada programado, lo que no sorprende porque fue algo sobrevenido, pero la incompetencia viene al no reconocer la equivocación o incluso en tomar medidas para taparla. Ahí está la falta de honestidad.

¿Cree que se dio demasiado poder de decisión a la ciencia?
— La ciencia tiene un perfil que ha tenido anteriormente la religión. Una fe inquebrantable en sus investigaciones sin darse cuenta de que es un procedimiento sujeto al a falibilidad como cualquier otro. La fe en la ciencia, de hecho, ha crecido de forma proporcionada a la falta de fe en la política, pero la identificación con una verdad absoluta es muy peligrosa. Esto tiene que ver con el intento humano de aferrarse a una verdad más allá de la de que no hay verdades absolutas.

La modernidad se ha caracterizado por la pérdida de certezas, ¿es esto un agravante de la situación?
— Al perderse referencias absolutas como el bien se las identifican en otros lugares y la ciencia los sustituye. También la política cuando se une democracia con la idea de bien, por ejemplo, pero esta no tiene un significado más allá del formal. En este asunto me considero radicalmente moderno: todas estas certezas deben ser privadas. Lo que pasa es que uno puede preguntarse hasta qué punto puede uno vivir sin ellas y si puede hacer esto que algunas personas se entreguen a una dictadura, a algún salvador. La democracia no nos salva de nada, excepto de nosotros mismos y ciertas imposiciones, por eso hay que cuidarla porque algunos buscan esas certezas y esa misma búsqueda quizá pone en peligro a la propia democracia por convertirla en lo que no es, en una especie de salvación.

¿Puede la filosofía hacer algo al respecto o ponemos demasiadas piedras en su mochila?
— Creo que hay muchos filósofos salvadores que no deberían serlo porque no son profetas de nada, pero sí pienso que la filosofía es decisiva porque da un alimento que no es para comer hoy, no es una solución inmediata. La filosofía no debe transformar nada. Putin tiene filósofos privados, y seguro que muchos otros también, pero no hay una verdad filosófica, la filosofía no tiene nada que ver con eso. La filosofía no puede resolver el conflicto de Ucrania, por ejemplo, o los problemas del Parlamento español, pero sí puede ayudarnos a reconocer que no debemos agarrarnos a una certeza salvadora porque eso sería lo mismo que meterse de lleno en el infierno.