La escritora y periodista Mariana Enriquez, este miércoles en Palma. | Jaume Morey

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En la nota introductoria de la reedición de su primera novela, Bajar es lo peor (Anagrama), Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) detalla la historia de su debut, que publicó hace 30 años, cuando solamente tenía 21. Cuenta que sus protagonistas, Facundo y Narval, formaban parte de sus «obsesiones adolescentes», parecidas a las actuales, entre las que están el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la literatura fantástica y de horror, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves. Incluso afirma que se trata de una «especie de reescritura de Mi mundo privado y Entrevista con el vampiro pero ubicada en Buenos Aires. La escritora y periodista la presentó ayer en DracMàgic(Palma) junto a Nadal Suau y luego firmó ejemplares.

Las referencias que cita son bastante turbias.
—La verdad es que siempre se me ocurren historias muy turbias y oscuras. Por ejemplo, cuando he bajado del avión he pensado que me tendría que cambiar de ropa para salir más linda en las fotos, porque iba vestida a lo Frankenstein de Mary Shelley. Aunque voy dentro de mi línea punk y gótica.

No esconde que, en buena parte, es autobiográfica.
—Empecé a escribirla con 17, pero la publiqué con 21, en el último año de colegio y el primero de la universidad. La escribí para mis amigos, de noche, intoxicada. Es verdad que hay cosas más extremas, romantizadas y estilizadas, más próximas a las películas que a la vida real. Pero la base es casi todo experiencia y, a los 17, tampoco tenía mucho más que eso. No hay brujos ni dragones y tiene algo de miedo, de apariciones.

La lectura de la novela tiene un componente enfermizo. De hecho, apunta que se la calificó de «realismo sucio», aunque siempre la vio como «una novela fantástica con noche y drogas».
—Leía muchísimo realismo sucio, pero también historias de vampiros, literatura americana... Cuando la escribí no intenté hacer nada, ni siquiera hacer literatura. Era una chica que escribía para sus amigos. No supe que iba a ser novelista hasta diez años después. La segunda novela no funcionó y la tiré. No sabía volver a hacerlo. Por casualidades de la vida volví a escribir.

Portada de ‘Bajar es lo peor’ (Anagrama).

Insiste en que no la releyó para esta reedición ni retocó nada.
—No la volví a leer porque era muy chica y siento que pesa mucho esa distancia de 30 años. Encontrarme con esa persona sería una frikada. Como decía, no la escribí pensando en hacer literatura, no me interesaban los escritores. Llega un punto en el que si me invitan a cenar con veintidós escritores me da pereza. ¿No podemos mezclar? A mí me gustan muchas otras cosas, el cine, la música. No necesariamente me siento más cómoda o tengo más cosas en común con otros escritores. Tengo amigos que son escritores, pero no son mis amigos porque escriban. En esa época no lo rechazaba, lo desconocía. Ahora sí rechazo ese escritor endogámico que solo piensa en la literatura. No volví a leerlo, pero es un libro fresco que tiene algo de rudimentario, sin pretensiones. Por supuesto eso cambió un poco o bastante, pero recuerdo el placer de escribir a las tres de la mañana para que me leyeran mis amigos.

Habla de los personajes como si fueran fantasmas.
—Sí, son como entidades. Puede parecer raro, pero me empiezo a obsesionar con entidades que no existen, en personas que existen en mi cabeza. Entonces invento una historia. Y esa historia tiene que salir. Cuando vuelva a casa no pienso en otra cosa que ponerme a escribir esos relatos fantasmales. Es como si me dijeran ‘por favor, sácanos, haznos realidad’. Es un tormento para todos, especialmente para ellos.

Dice que no está de acuerdo con corregir libros viejos, que pertenecen a su tiempo y, en este caso, a una persona diferente. ¿Ha cambiado su persona?
—Sí, pero no creo que sea una cuestión de personalidad. Mi vida cotidiana sí, desde luego. Antes vivía de noche, con drogas. Era una vida muy agitada y frenética. Teníamos todos la sensación de no saber qué hacer, no había una seguridad. Había muchas cuestiones, algunas de salud mental no resueltas. Pero con el tiempo cambiaron las condiciones físicas, materiales, de adicción. Por suerte no soy la misma persona. Escribí esta novela de noche, tomando vino y cocaína. Eso ya terminó. Es curioso porque escribí la novela durante la epidemia del sida de principios de los noventa, que coincidió con el despertar sexual de todos. Sin embargo, no quise que saliera el sida en la novela. Es como ahora la pandemia, podría salir el ambiente en una novela, pero no escribiría sobre eso. Supongo que es algo real que está demasiado cerca. En esa época, que un joven tuviera vida sexual, de noche y con drogas, era como jugar con fuego.

Facundo afirma que «siempre quise ser eterno», como los vampiros. Quiere vivir para siempre pero, en cambio, se autodestruye en su día a día.
—Era así, la inmortalidad no tenía nada que ver con la salud. El vampirismo es ser inmortales sin abandonar los vicios ni la mala vida. El vampiro, al final, es un adicto a la noche y a la sangre.

Su belleza, además, es sobrenatural, no es de este mundo.
—Sí, es una belleza de dandi, que da miedo. Es como una belleza del demonio, que no viene de lo bueno, sino al contrario. A mí siempre me ha parecido irresistible la belleza del abismo, su atracción. Esa sensación de un vértigo extraño. Uno se pregunta: ¿Por qué me dan ganas de tirarme allí si me moriría?

A pesar de ser prostituto, Facundo es un gran lector, algo que sorprende a los que le rodean.
—Eso es un característica mía que le he puesto a él. No es que me sintiera así exactamente, pero sí que a la gente le extrañaba que una chica de 17 años, que se metía droga en el cuerpo, hubiera leído tanto. Pero es que los que yo leía también se metían de todo. William Burroughs mató a su mujer a lo Guillermo Tell. La vida frenética de drogas no era incompatible con la literatura. Leíamos compactos de Anagrama. Aún tengo algunos ejemplares con quemaduras de cigarrillo.