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La crisis nos ha robado un mes de orquesta pero la orquesta nos ha regalado una excelente temporada. Una cosa es la economía (y la política) y otra el arte; la recesión ha afectado a la programación (más corta y dispersa) pero no se ha escuchado en los conciertos.

Esta es la primera y principal conclusión de un año difícil para los músicos, a quienes hay que agradecer su profesionalidad. Hemos tenido además ópera (lástima de una Carmen flojita, compensada por la cita menorquina) y conciertos de solistas, esta plataforma indispensable para la promoción, experimentación y puesta a punto de los profesores que satisface el paladar más exquisito de melómanos amantes de las formas de cámara. Pero me quedo con los conciertos familiares, esta contribución desinteresada a una sociedad que sigue respondiendo con entusiasmo a las citas dominicales. Quien asistiera al concierto final tendrá que estar de acuerdo conmigo.

Es cierto que Nigel Carter tiene buena parte de mérito en la fiesta musical que fue happening, parodia, homenaje, espectáculo audiovisual o lección de geografía humana: no basta temer un maestro de ceremonias genial y divertido con una insólita capacidad de comunicación e improvisación, ni contar con la colaboración de un director dinámico que está por la labor como José María Moreno. Hay que contar con un equipo ilusionado y creativo que trabaje en un ambiente de sutil complicidad como la que consiguió la orquesta con el público. La sinfónica tiene una vía que explorar (y explotar) en esta dirección porque el producto que presentaron es de lo mejor que uno puede encontrar en este tan difícil género de la música culta para todos los públicos. Vale la pena mimar una faceta que pocas orquestas son capaces de ofrecer. La nuestra ha descubierto la fórmula. Eureka.