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Con un lleno absoluto para los dos conciertos del Auditòrium (1.500 espectadores), Van Morrison convenció nuevamente a su público.

El de Belfast lo logró nuevamente y lo hizo, curiosamente, con una banda que suena sustancialmente menos poderosa que la anterior, menos imaginativa y ágil pero ajustada perfectamente a las exigencias del cantante (el guitarrista John Scott, el bajista Nicky Scott, el organista Geraint Watkins, el saxofonista Leo Green, el trompetista Matt Holland y los baterías Richard Trehern y Ralf Salmis), incluso con la presentación de un disco, este último Bak on top, que, pese a un acentuado contenido funky e insinuantes pinceladas jazzístas, no resulta tan hipnótico como el anterior.

La tan cuidada sección de viento, salvando algunos honrosos momentos de excepción, no brilló como de costumbre, le faltaron coros e incluso el hammond pasó más desapercibido, pero en cambio se ganó con un Morrison con ganas de cantar y, sobre todo, de tocar la armónica.

El público se lo puso fácil y él también reaccionó con comodidad y soltura. Y como con Van Morrison no funciona lo del guión y nunca se sabe, la sorpresa fue satisfactoria, pues de otra manera, no podrían haberse entendido esas dos horas clausuradas con «The Healing Game», sin tregua ni descanso, en las que el león de Belfast disfrutó casi tanto de cantar, como todos nosotros de escucharlo nuevamente.