El portero del F.C. Barcelona, Pinto, despeja el balón tras un saque de esquina. | Monserrat

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Para algunos era el partido del año. Para muchos, por aquello de los parches del Barça, el partido del fondo de armario azulgrana. Y para otros, simplemente, el partido de las gradas telescópicas. Lo único seguro es que no era una de esas citas que viven camufladas entre la espesura del calendario, que no se trataba de un encuentro más. Son Moix, apartado de las aglomeraciones desde finales del pasado mes de agosto, rezumaba pasión. Colorido. Fútbol del bueno. Descargaba en Palma el trasatlántico de Guardiola, un conjunto excelso pero (supuestamente) magullado que, además de reafirmarse en su búsqueda de la perfección, necesitaba ganar para mantener a raya al Madrid y liberarse de esa (presunta) presión que le habían aplicado sus funciones más recientes. Sin embargo y más allá del toque festivo de la jornada, su paso por el Camí dels Reis acabó convertido en un nuevo ejercicio de rutina. Otro día en la oficina. Los culés, que desde el año 2000 sólo se han arrodillado una vez sobre el tapete del Iberostar (y habían agarrado el título sólo unas horas antes), regresaron a casa con la victoria entre los bultos y sin apenas marcas de fatiga. Porque aunque Guardiola se empeña en darle a todos sus triunfos un aire épico y casi místico, la mayoría de ellos son idénticos. Directos, amplios y cómodos. Muy cómodos.

Para el Mallorca, más de lo mismo. Es cierto que esta vez, debido a la talla del enemigo de turno, poco se le puede achacar al equipo de Laudrup. Aunque también es verdad que el equipo no tuvo nada que ver con el que pescó en el Camp Nou a principios de octubre. Allí, frente a un rival mucho menos castigado, resistió en pie el vendaval y quemó después un ramillete de ocasiones para ganar el partido. Respondió e ilusionó. Ayer, en cambio, nunca terminó de salir de la cueva.

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Sujetado de principio a fin, empequeñeció cuando el Barça levantó la mano y acabó fascinado por la chispa de Messi, la verticalidad de Pedrito o el punzante oportunismo de Villa. Nunca existió. O no le dejaron.

Laudrup superó el último mal trago (había anunciado en la previa que no le atraen lo más mínimo estos cruces ante los grandes) de su libro de ruta, aunque antes se revolvió con algún que otro movimiento curioso que quedó reflejado en su alineación. De un plumazo, se cargó el danés a dos de los valores más emergentes del vestuario, Kevin y Pereira, para forrar de veteranía el equipo con Ayoze (no jugaba desde el 19 de diciembre, en Villarreal) y Castro. En el caso del francés, estaba cantado. Se había pasado media semana lamentándose de su mal momento de forma y parecía condenado. En la suplencia del calvianer, en cambio, todo sonó muy extraño. Como si se le señalara a él para referirse al fracaso de Anoeta.
Mientras tanto, en las gradas, se lo pasaban en grande los aficionados azulgranas. Y como suele ser habitual en estos casos, se multiplicaban a medida que caían los goles. Los rojillos, resignados a la dictadura barcelonista, aprovecharon entonces para contemplar el espectáculo y deleitarse. Tanto, que para algunos el único lamento del epílogo consistía en que Guardiola no les hubiera dejado ovacionar a Iniesta para agradecerle aquel mítico derechazo del Soccer City. Otra vez será.