Jonas Vingegaard celebra su segunda victoria en el Tour de Francia tras la última etapa disputada este domingo en París. | STEPHANE MAHE

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Jonas Vingegaard tiene dos caparazones. Uno, de gélido hielo, protege su carácter frío, casi hostil, introvertido, con el que se pasea por un deporte acostumbrado a comportamientos más cálidos. El otro, diseñado a base de datos, cifras y estrategias, él lo denomina «el plan» y no se sale ni un milímetro de sus consignas.

Entre ambos, el Tour de Francia ha encontrado un campeón que desafía todos los estereotipos, capaz de imponerse frente a uno de los ciclistas más carismáticos de la historia, el esloveno Tadej Pogacar, como un intruso dentro de una historia que parecía escrita.

De esta forma, el hombre que ha ganado los dos últimos Tour de Francia se presenta como un estoico personaje que alimenta el mito del sufrimiento tan querido en el ciclismo de su forma más abrupta.

Nacido el 10 de diciembre de 1996 en Hillerslev, Jonas Vingegaard Rasmussen siempre ha ido a contracorriente. Ciclista en un país donde la bicicleta es un medio de transporte, no un deporte; escalador en una tierra plana que solo había dado un puñado de rodadores.

De joven, una caída estuvo a punto de alejarle del deporte que amaba, el que le llevaba a pedir a sus padres que le llevaran cada año de vacaciones a los coles franceses. Vingegaard no abandonó su sueño y combinó el entrenamiento con largas jornadas en una lonja de pescado donde su padre, trabajador de una granja de salmones, le había encontrado un trabajo que le obligaba desde abrir pescado a organizar subastas.

Ahí comenzó a forjarse su mentalidad estoica, igual que su carácter osco, que le impedía dormir antes de cada carrera, donde su madre le llevaba y donde coleccionaba decepciones.

Pero su personalidad y su físico encontraron en el Jumbo, un equipo de cimientos cartesianos y de una moral rígida, una buena manera de expresarse y sacar todo lo que llevaba dentro.

El joven prometedor, cuya timidez le impedía desarrollar su arte, se encontró con el contexto adecuado para crecer. Unos verán en esa unión la sombra del antiguo Rabobank, manchado por el dopaje. Otros, la búsqueda de la perfección.

Porque desde muy niño, Vingegaard mostraba síntomas excepcionales de lo que podía dar sobre la bicicleta. Su VO2Max, la cantidad de oxígeno que su cuerpo podía consumir durante el esfuerzo, adquiría en el danés unos niveles casi inhumanos. Era un dato que había que domesticar, utilizar en favor del éxito deportivo. El Jumbo fue esculpiendo sus contornos y en 2021, cuando sus líderes designados fueron cayendo frente al empuje del pujante Pogacar, Vingegaard fue propulsado al centro del escenario.

Pese a su inexperiencia y su escaso bagaje, el danés mantuvo el tipo y acabó segundo contra todo pronóstico. El tímido muchacho, que por entonces podía escribir su palmarés en una servilleta de papel no muy extensa, reveló que tenía material para ser un ganador.

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A partir de ahí, interpretó como nadie el papel de franciscano obediente, se plegó como nadie a las obligaciones que imponían los científicos del Jumbo, en alimentación, en entrenamiento, en concentración, en rigor.

Ni un pequeño desvío estaba permitido para que el potencial de aquel cuerpo sacara todo lo que tenía dentro.

En paralelo, Vingegaard aprendió a ser un campeón, a convivir con las obligaciones de un número 1, a forzarse a hablar a periodistas, a sonreír a aficionados y a tratar de parecer simpático.

Al año siguiente regresó al Tour como pieza central de la estrategia del Jumbo, junto a Primoz Roglic, dispuestos a combinar sus fuerzas para doblegar a Pogacar.

Juntos acabaron por desquiciar al hombre que había ganado con mano de hierro las dos ediciones anteriores, acabaron por fundir al esloveno en las rampas del Granon en una ceremonia de acosos y derribo que hizo las delicias de los aficionados.

Vingegaard se asentó en el primer escalón del podio y, obligado a recibir en su pálida piel toda la luz de los focos, su caparazón de frialdad le defendió de descarrilar, pero le alejó de una afición que le comparaba con la espontaneidad de su máximo rival.

Este año, el danés acudió sin más parapeto que su propia fuerza, pero con una hoja de ruta no menos detallada y una voluntad férrea de ponerla en marcha.

Ante un Pogacar disminuido por una preparación trastocada, Vingegaard no solo demostró que era el más fuerte. También dejó claro que su fuerza competía con los mejores de la historia.

Su actuación en la contrarreloj de Combloux fue comparada con las más grandes de la historia, sonó con fuerza la comparación con Miguel Indurain, salvo que, a diferencia del coloso español, el danés apenas alcanza los 60 kilos, lo que hizo levantar las cejas a todos los observadores.

«No tomo nada que no le daría a mi hija», respondió el danés para aquellos que agitaron los fantasmas del pasado, incluido su compatriota Michael Rasmussen, excluido del Tour de 2007 por contravenir las reglas de la lucha contra el dopaje.

El corredor danés se aferró al discurso oficial, según el cual su rendimiento es el resultado de la aplicación estricta de los preceptos. Un físico sobrenatural sometido a una austeridad extrema. La receta de un campeón del siglo XXI.