Monya celebra el triunfo por delante de Pau Gasol, que falló el tiro decisivo, tendido en el suelo. Foto: SUSANA VERA/REUTERS

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La historia que realizó un guiño de antología en Saitama quiso que el baloncesto español vivivera uno de esos días que no se olvidan. Los campeones del mundo nos hicieron creer que eran invencibles, que una plata en el Eurobasket, en casa, un logro que hace unos años se hubiera celebrado a todo trapo, no nos valía. Pensamos que ser anfitriones nos lo iba a poner más fácil y Croacia nos advirtió que no iba a serlo. Nos lo creímos y, casi sin quererlo, nos plantamos en la final. Rusia apartó de nuestro camino a la temible Lituania y el oro parecía más asequible. Pero a España le cuesta jugar ante situaciones límite y la pizarra no ofrece soluciones cuando el crono castiga. Durante dos segundos, todo un país se paralizó. Estaba en juego la corona continental, el honor del mejor equipo del planeta. Esta vez salió cruz y Holden vivió su minuto de gloria. Le robó la cartera a Gasol y encestó un tiro imposible. La respuesta resultó letal. En las manos de Pau estuvo la gloria, pero el aro escupió los sueños de todo un país. El oro viaja a Moscú y España se sume en la mayor decepción que recuerda desde los Juegos de Sydney. Seis derrotas en seis finales hurgan en la herida de una selección, esta sí, que ilusiona, pero que siempre tendrá la espina clavada de «su» Eurobasket. Nadie esperaba un desenlace así y el golpe se hace más duro de asimilar. Pekín es el siguiente desafío y otra plata, la de Los Angeles, el listón a superar.