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Hace diez años, un desconocido tenista mallorquín de 19 años se aupó a la cima del mundo. Descarado, con una imagen fresca y diferente, se apoderó de los flashes y acaparó las portadas más solicitadas del planeta. Aquel jovenzuelo pasó del anonimato a la gloria en una madrugada de enero de 1997. A las cuatro de la noche hora española, dos de la tarde del domingo 26 de enero en Australia, Carlos Moyà Llompart (Palma, 1976) se dio a conocer. Apenas le opuso resistencia a Pete Sampras en el Melbourne Park. Dio igual. Perder la final del Abierto de Australia ante el número uno del circuito le abrió las puertas de la gloria. Convertido en un crack mediático, arrancó una carrera que alcanzó su cénit en la primavera de 1999 al coronarse como número uno. El próximo viernes se cumplen 10 años, una década de aquella gesta, de aquel «hasta luego, Lucas» que dejó atónitos a los espectadores, pero provocó una catarata de sonrisas a miles de kilómetros en la madrugada española, en un coqueto duplex colindante a la Plaza de Toros de Palma donde su familia, rodeada de cables y cámaras de televisión, vibró desde la distancia.

Moyà comenzó a escribir su propia leyenda en la segunda semana del 97. En la edición anterior, Charli se marchó de Australia con una camiseta del Hard-Rock Café de Melbourne como único recuerdo. Pero ese año había arrancado a lo grande, alcanzando la final de Sydney y se presentaba en el Abierto de Australia como el 25 del mundo. Para empezar, de primer plato, nada menos que Boris Becker. El tenista alemán, que defendía título, se convirtió en la primera víctima de aquel chaval, que le derrotó en cinco eternos sets. En segunda ronda, Moyà se cruzó con Patrick McEnroe, hermano de John. Cedió un set, pero también le dejó en la cuneta. Su nombre comenzaba a sonar por todos los rincones. Después de apartar a Marc Karbacher y al sueco Jonas Bjorkman, éste en cinco mangas, Charli protagonizó un duelo fratricida con Felix Mantilla. En un cruce épico, Moyà consiguió un triunfo inesperado en cuatro sets.

Situado en las semifinales, Moyà aspiraba a convertirse en el tercer español en alcanzar la final. Sólo Juan Gisbert (1968) y Andrés Gimeno (1969) habían abierto la puerta de la gloria, aunque ambos se quedaron con la miel en los labios ante Bill Bowrey y Rod Laver, respectivamente. Michael Chang se frotaba las manos. Este chaval imberbe no parecía rival para el número dos del mundo. Sin embargo, el estadounidense se olvidó de que en la lista de víctimas de su rival figuraban estrellas como Ivanisevic, Muster o el propio Boris Becker. Y del apoyo de la grada, que se volcó con Moyà. Como Chang preveía, el partido fue un trámite...para el mallorquín, que dio la sorpresa.