No todo es bonito. Aquí, haciendo una escala de 26 horas en Kuwait, sufriendo la soledad, el sueño y la falta de una cama. | Marina J. Ramos

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Un viaje de verdad, para mí, ha de acabar suponiendo también un viaje personal. Las emociones y los aprendizajes son el mejor souvenir que uno puede llevarse. Para abordar mi tesis y tratar de hacérsela llegar a los lectores a los que la casualidad o la fortuna haya conducido a esta crónica, esta semana les voy a hablar no del viaje como tal, sino de mi viaje personal que me ha llevado a recorrer por ahora Turquía e India y a vivir los tres mejores meses de mi vida; un viaje que empezó a gestarse precisamente hace justo un año.

En realidad, un año atrás, aún faltaba una semana para que una madrugada, tras tomarme dos copas de vino después de salir del trabajo, al final de una primera cita, se me cruzara e incrustara al instante la idea de dejarlo todo para emprender mi primer gran viaje. Justo hace un año, después de una temporada regular -por no decir catastrófica- en lo emocional, al fin disfrutaba de lo conseguido (un trabajo estable y de lo mío que me gustaba, una red consolidada de amigos, domingos libres en familia…) y trataba de amoldarme a la vida común. De verdad quería, y sigo pensando que todo sería muchísimo más fácil si me saliera de dentro conformarme con ir del trabajo a casa, tomar de vez en cuando algo con amigos y disfrutar de los fines de semana. Sin embargo, siempre en el fondo he sabido que a mí eso no me basta. Soy una soñadora empedernida por naturaleza y aquella última semana de abril del año pasado, abracé al fin mi lado soñador y lo junté con mi también característica cabezonería.

Aunque me da miedo volar, me tiré por primera vez en parapente en enero en Turquía.

Todo vino porque mi cita me comentó sus dudas acerca de mudarse a Irlanda. Se veía mayor con 27 años y pensaba que le tocaba ya ir montando el proyecto vital de casa, hijos y pareja estable. Yo no cesé en intentar que comprendiera que la vida es demasiado corta y valiosa como para conformarse con migajas e ignorar lo que nos dice el corazón. Quizá me tiré una hora hablando cual político en un mitin, y cuando nos despedimos, de repente, me llegó la iluminación: ¿por qué aconsejaba a los demás que siguieran sus sueños a lo loco pero no me aplicaba el cuento a mí misma? Al fin me quería, me respetaba y deseaba lo mejor para mí, pero me faltaba lo más importante: escucharme y hacer caso a mi instinto interior, dejar hueco para escuchar mi propia voz. Y mi vocecilla, desde los 16 años, llevaba susurrándome que me lanzara a la aventura y que aprovechara la vida para explorar y comprender el mundo.

A la izquierda, leyendo a uno de mis periodistas referentes, y a la derecha, un día de rodaje en un poblado de gitanos nómadas con unos documentalistas turcos en la India.

Aquellos primeros días en los que me planteé de verdad abandonar todo aquello por lo que había trabajado tan duro en los últimos años fueron una marabunta de emociones, pasando desde la ilusión desbordante a la incertidumbre sobre cómo llevarlo a cabo y, sobre todo, el miedo; al qué dirán, al si es lo correcto, al si después me voy a arrepentir, a si es una locura, a si qué voy a hacer cuando termine. Diría que el miedo ha sido el obstáculo que me ha retenido tanto tiempo en Mallorca y al que más me ha costado hacer frente. Y no miento cuando creo convencida de que esta emoción es el mayor destructor de sueños y paralizante de grandes proyectos.

También lo es la falta de tomar acción en consecuencia, precisamente con nuestros objetivos. Ambas emociones las combatií abriendo un word y detallando todos los pasos que necesitaba dar para hacer realidad aquel ideal. El después del viaje ya se vería, pero había llegado al punto de ahora o nunca, de no poder vivir más con ese tan matador ‘y si’. Igual de cumplidora como suelo ser con el trabajo -que no con otras cosas como hacer la cama o ir todos los días al gimnasio, aquí nadie es perfecto-, fui superando los puntos y llegado el momento de anunciar la decisión firme y pública, el miedo ya no fue tan desbordante, porque estaba muy segura de mí misma. Aún así, cogí el primer avión, en dirección a Estambul, con las piernas temblando, y al llegar, en el autobús del aeropuerto al centro de la metrópolis, me pasé una hora llorando preguntándome qué estaba haciendo. Fue el último momento de duda.

Buenos momentos en Turquía.

Ahora llevo tres meses de viaje. Y solo por todas las experiencias vividas en doce semanas que he sentido como todo un año, sé que ha merecido la pena. No he podido comprar muchos imanes para la nevera de mi padre, pero guardo un souvenir más importante, que, aunque invisible, lo llevaré siempre conmigo. Y es la confianza en mi vocecilla interior y el ahora estar convencida de que los sueños sí se cumplen si uno quiere y tiene la voluntad de tomar acción y vencer el miedo.

Río tropical cerca de la ciudad de Chalakuddy, en el sur de la India, donde he hecho kayak por primera vez en mi vida hace unos días.

Desde este punto, en la selva tropical del sur de la India, en medio de la nada, escribiendo con un callo tras hacer kayak por primera vez en mi vida en un río en el que nos han avisado de que hay cocodrilos, me gustaría decirle a la Marina de hace un año y a los lectores actuales de esta pequeña y personal crónica de viajes, que se lancen; que lo peor en esta vida es quedarse estancado y que de los obstáculos se sale reforzado y listo para el siguiente gran reto. Mejor escucharse, tomar acción, confiar en uno mismo y abrirse al cambio que ir acobardado y dejándose llevar por el resto, ¿no?