Tirándome en parapente en Pamukkale.

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Recapitulamos la historia…soy Marina J. Ramos, periodista mallorquina de 25 años. Hace un mes pedí una excedencia de un año y partí de la isla para viajar por todo el mundo. Las dos primeras semanas he estado grabando un documental sobre la vida después de los terremotos de Turquía del año pasado. Tras el intenso trabajo, Marc Lozano -el cámara que me ha acompañado la primera quincena- y yo nos hemos tomado unas merecidas vacaciones de dos días en Capadocia, una valle del interior de Turquía, con un paisaje marciano. Aquí la gente ha vivido durante miles de años en casas excavadas entre las colinas y en ciudades subterráneas como la de Derinkuyu, capaz de albergar hasta 20.000 personas durante meses sin necesidad de salir al exterior.

Pese al paisaje y los curiosos y antiguos alojamientos, la imagen arquetípica de Capadocia son los globos aerostáticos sobrevolando el valle. Era la ilusión que teníamos, pero la meteorología nos impide el trayecto. Aún así, me quedo con la experiencia yendo por primera vez en moto entre las montañas, con el afán aventurero escalando las rocas y con la despedida de película. Y es que Marc vuelve a Barcelona. No sé cuándo lo voy a volver a ver. Es triste, después de haber compartido las 24 horas del día durante una quincena que recordaré toda la vida por la de experiencias vividas. Odio los finales. Y este lo es. Le despido desde la ventana del hotel y de repente soy consciente de que empieza mi viaje en soledad. Me emociona el hecho de vérmelas sola frente a lo desconocido, ante la aventura, pero reconozco que me da miedo, mucho miedo, que me abrume la sensación de soledad.

Los nueve pisos bajo tierra de la ciudad subterránea de Derinkuyu. Foto: Marina J. Ramos.

Casi me quedo en la calle por «una ofensa al honor»

Me había preparado un documento de word de 50 páginas con todos los preparativos, pero se acaban este día. No tengo plan. No sé ni dónde dormir ni a dónde ir. Apuro la jornada en Capadocia hasta la noche y decido comprar un bus nocturno para llegar al día siguiente a Antalya, una ciudad de la costa turca, al sur. Allí están dos chicos que conocimos en Estambul, programadores que teletrabajan este mes aquí y con los que hicimos buenas migas. El primer desafío viajando sola ocurre en la misma estación de bus. El taquillero se ofende porque, al ir a buscar efectivo para pagarle el billete, he rechazado dejar mi pasaporte y mis mochilas en la oficina. «No te has fiado de mí, me has tomado por posible ladrón. Es una ofensa a mi honor», me dice al regresar, negándose a venderme el billete. Falta media hora para que pase el bus, son las diez de la noche, y temo quedarme en la calle con una mano delante y otra detrás. A base de muchos perdones, charlatanería y mis mejores intentos por poner cara de niña buena, consigo, diez minutos antes de partir, comprar el billete.

Antalya: de sentirse raro a encontrar el ambiente adecuado

Tan sin plan voy que llego a la estación de autobuses de Antalya, a las 6 de la mañana, sin hostal. Reservo en uno, con el móvil, y voy directa hacia allí. Yo que era de tantos preparativos, voy improvisando sobre la marcha, aprendiendo a tomar decisiones efectivas y rápidas. El hecho de hospedarse solo en un hostal es -al menos para mí- una oportunidad perfecta para socializar con gente de todo el mundo, viajeros con historias increíbles. En Antalya estoy al final cinco días. Me encandila no solo la ciudad, sino todos los jóvenes del hostal, con alucinantes historias a sus espaldas.

Me hago amiga especialmente de Paula, una joven alemana, que tras estudiar Liderato en seguridad, dejó su trabajo -muy bien remunerado, pero sin contacto humano, encerrada en una oficina- y ha estado ya tres años viajando por el mundo a base de voluntariados: vivió un año en Malta dando clases de refuerzo a niños con dificultades de aprendizaje, unos meses en un rancho en México, y un tiempo en Marruecos, de recepcionista en un hostal. Ahora ha emprendido, al igual que yo, su primer viaje de mochilera. Con una historia personal muy dura, la dulce, joven y rubia Paula sorprende por su madurez, su entereza y su osadía. La soledad es su miedo más ferviente y me emociona, sabiéndolo, cómo conectamos todos los jóvenes del hostal, formando una pequeña familia fugaz, de solo cinco días.

Paula haciendo pasta para cenar en la cocina del hostal. Foto: M. J. R.

En Antalya también conozco a Eric, un joven estadounidense experto en seguridad aérea, que con veinte y pocos, también ha dimitido, hastiado de un trabajo que no le satisface, y viaja por el mundo para descubrir su próximo paso; a Esteve, un sueco que trabaja de temporada y pasa la mitad del año viajando o a Mara, una de las trabajadoras del hostal, que a sus cuarenta años, en un duro momento personal, decidió lanzarse al sueño de su vida y lleva dos años recorriendo mundo haciendo voluntariados en granjas y hostales y derrochando una vitalidad envidiable.

Además de sentir el calor de una pequeña familia de acogida por unos días, de Antalya me llevo el aprendizaje de que no somos raros. Hay miles de millones de personas en este mundo y si sentimos que no conectamos con la gente o llegamos a vernos como «raros», quizá es por no movernos en el entorno adecuado. En Mallorca no conocía a nadie que hubiera dimitido y se hubiera lanzado a viajar, me costaba sentirme del todo comprendida. En las barbacoas de noche en el hostal o en las charlas matutinas desayunando en el jardín, conociendo las historias de los demás huéspedes que viajan por Turquía, he sentido, muy en el fondo, comprensión. Aquí no soy la rara, de hecho, soy más bien la novata que acaba de empezar su primer gran viaje.

Excursión con los amigos del hostal de Antalya al monte Chimaera.

Afrontando miedos: me tiro en parapente por primera vez en mi vida

Con un grupo de chicos del hostal hemos ido de excursión al monte Chimaera, de donde sale fuego de debajo de las piedras, y torramos nubes, cual barbacoa. Aunque la mejor aventura ha sido con Paula, en Pamukkale. Este lugar es famoso por hallarse aquí una montaña blanca. De lejos parece nieve, pero es roca teñida por las sales de las aguas termales que brotan desde su interior. Hay que caminar hasta arriba descalzo, mientras sumerges los pies en un riachuelo infinito cuesta abajo y extrañamente calentito.

Viendo qué podíamos hacer allí, además de visitar la ciudad milenaria de la cima, vi en internet una oferta para hacer parapente por 30 euros. Paula y yo nos metemos de cabeza, aunque he de decir que a medida que se va acercando la hora voy siendo más consciente de que le tengo miedo a volar en avión y que quizá no es una buena idea del todo. Pero de repente me encuentro ya en la cima de una montaña, rodeada de cuerdas, atada con un arnés y con un monitor que me dice que corra hacia el precipicio. Siempre me he considerado 'miedica', el tipo de persona que precisamente no hace estas cosas. Pero este año me quiero poner a prueba, quiero sentir. Sentir mucho. A bien o a mal. Vivir mis 20 para el recuerdo. Con eso en mente, pese al tremendo miedo, empiezo a correr. Sin pensarlo. Hemos venido aquí a jugar y a intentar vivir al máximo. Y… sin darme cuenta, en cuestión de milisegundos, corro pero mis pies ya no tocan el suelo. Estoy volando.

Despedida cantando 'temazos' de Abba en un pub

De Antalya y de mi pequeña familia allí me despido la última noche en un 'pub' del centro. Dos de los trabajadores del hostal tocan en directo covers de temas, pero tranquilos. Californication, Sweet Home Alabama, Imagine... «¿Alguien se anima a cantar algo?» Las miradas de pavor entre el público supongo que hacen destacar más mi sonrisa y saltitos pidiendo turno. Canto fatal. Muy mal. Hasta el punto de que mi padre me reñía cuando cantaba en la ducha. Pero me da igual. Lo disfruto al máximo. Así que, ante la estupefacción de mis amigos del hostal en Turquía, cojo el micro, me planto delante del medio centenar de personas del local y pido Mamma Mia, de Abba. Entre mis ganas de disfrutar y la certeza de que no voy a volver a ver a estas personas, se me esfuma la poca vergüenza que tengo y acabo montando todo un show, sacando a bailar a la gente. El local se vuelve una fiesta y hasta me piden otra canción, que acaba siendo Waterloo.

«¡Has sido la estrella de la noche!», me dice uno de los clientes al venir a despedirse. Me voy de Antalya satisfecha. He hecho todo lo que quería hacer, superando el miedo, la vergüenza u otros pensamientos limitantes. He sido yo de verdad, con mis charlas filosóficas, mi niña interior de karaoke y mi yo intensita chillando en Pamukkale haciendo parapente. Ser tú de verdad, sin importar lo que piensen, dejándose llevar, reconozco que es algo que hace muy feliz y que me dispongo a aplicar más cuando regrese a Mallorca.

Despido Antalya con el corazón encogido y cojo otro bus nocturno hacia Esmirna. Adelanto que la ciudad no me gusta, pero aprendo a que siempre hay algo que rascar. La historia completa -con los muchos cotilleos e historias de amor que estoy recogiendo- os la cuento la semana que viene en Ultima Hora y en directo por mi cuenta de Instagram. El viaje no ha hecho más que empezar.