La rosa de Damasco coloreaba las ‘coques rosades’ al incluirse en su receta como ingrediente tintóreo del ‘aygo ros’ o el ‘sucre rosat’.

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Ayer tuvo lugar la llamada Festa de la Creu. Recuerda el hallazgo de la Vera Cruz y forma parte de las festividades más antiguas del rito romano. Ahora su celebración es una de las que han caído prácticamente en desuso, pero en tiempos pasados fue conmemorada cumplidamente en toda Mallorca. Como buen número de festividades, contaba con un dulce típico, que en este caso eran las llamadas ‘coques rosades’. Al igual que la fiesta que las tenía como emblema reconocido han sido prácticamente olvidadas y son ahora unas auténticas desconocidas. Su receta se ha perdido y conocemos tan solo su forma a través de una escueta descripción recogida por el impagable Diccionari de Alcover-Moll. En dicho texto son descritas como una pasta redonda hecha con azúcar y de pequeño tamaño, concretamente de unos tres centímetros de diámetro y solo unos milímetros de grosor. Su aspecto y textura debía asemejarlas a una especie de galleta plana y fina, de forma redonda, coloreada de rojo, dulce y probablemente crujiente.

Deben su nombre a que pudieron confeccionarse con ‘sucre rosat’, modalidad de azúcar ‘esponjat’ coloreado con pétalos de rosa, que las teñía de color rojizo. Este extremo es confirmado por dos de sus menciones de 1782 y 1787 que se refieren a ellas como ‘coques rosades vermelles’. Ese color también puede habérselo proporcionado que su composición incluyera ‘aygo ros’ o agua de rosas. Es una de las llamadas aguas de olor que incorpora el aceite esencial de la rosa obtenido por destilación de sus pétalos. Para su elaboración se utilizaban a menudo rosas de Damasco (Rosa Damascena Miller).

Estas últimas, a pesar de su nombre, que parece adjudicarles una evidente procedencia oriental, son en realidad una creación medieval, mediante un injerto entre la englantina o rosal borde y la rosa roja de Provins, también llamada de Carlomagno (Rosa Gallica L.). Estas últimas crecen espontáneamente en toda la cuenca mediterránea, donde se cultivan desde la antigüedad. Desconocemos cuándo y quién pudo crearlas. Parecen haber formado parte de la generación de dulces producidos desde la segunda mitad del XVII, al socaire y como causa y consecuencia del aumento de la importación de azúcar americano a Europa. Una temprana mención es como obsequio al obispo Pedro Manjarrés de Heredia (1660-1670) cuando visitó la Cartuja de Valldemossa en 1661 con motivo de la fiesta de San Bruno.

Desde ese hito su consumo cobra relieve y a principios del siglo siguiente estaba en pleno auge, siendo uno de los dulces isleños reconocidos por su calidad y habituales en recepciones oficiales de cierta solemnidad. Aparecen, por ejemplo, entre las propuestas de los Jurats de Ciutat para agasajar al Virrey u otras personalidades cuando visitaban la Casa de la Ciutat con motivo de festejos por algún acontecimiento extraordinario. Hacia fines de la centuria formaban parte habitual de los dulces servidos a menudo en la mesa del selecto y goloso Doctor en Ambos Derechos Lloatxim Fiol. Ya nunca sabremos cómo y a qué sabían.