El arte de la buena cocina tradicional.

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Joseba Salamanca llegó a Mallorca cuando tenía 14 años desde Irún. Empezó a trabajar en el mundo del arte; estuvo unos años con Ferran Cano en la añorada galería Els Quatre Gats, hasta que dio un cambio en su vida y decidió adentrarse en el de la gastronomía, a la que era buen aficionado. Montó inicialmente un local de pintxos, el Bar España, hasta iniciar una aventura de mayor calado: un restaurante de buena cocina tradicional, con concesiones a lo mediterráneo y a sus orígenes, y basado en producto de calidad y cuidada elaboración.

Y así surgió S’Oli 13, a unos metros de la plaza Mayor palmesana, amplio restaurante en un edificio antiguo con arcadas de piedra de marès, doble altura e incluso un reservado para una docena de comensales, donde uno tiene la sensación de sentirse transportado a otra época. En el exterior disponen de una muy agradable terraza junto a los naranjos de la plaza del Banc de s’Oli, una de esas joyas escondidas en pleno centro de la ciudad. El local es sencillo, mesas de hierro con cubierta de mármol, manteles de papel y sillas simples. Las paredes están decoradas con carteles, fotografías antiguas, portadas históricas de periódicos, algún buen cuadro y una curiosa escultura de San Fermín con gafas en lugar preferente. Incluso camisetas de futbolistas amigos, como la de Iván Campo, también de Irún y mallorquín de adopción, o la de Mikel Arteta, ahora triunfante entrenador del Arsenal.

No tienen menú impreso. Sólo un par de pizarras con lo que ofrecen ese día, que el propio Joseba explica con más detalle a los clientes. Y lo mismo sucede con los vinos, también con una oferta corta, cantada por el propietario, razonable de calidad y de precio. Pero donde se nota que entramos en una dimensión gastronómica interesante es en los contenidos de su oferta. Diferente, alejada de lo convencional. Por ejemplo, cuando almorzamos, tenía fanecas, un pescado blanco, sabroso, pero poco habitual, que había encontrado en su visita diaria al mercado del Olivar (13,5€). Con mis acompañantes, –cuatro personas, dispuestas a dejarnos seducir–, compartimos de entrada unas raolas de jonquillo, tiernas y crujientes (13,5€), unos boquerones pequeños, perfectamente fritos. Y lo que nos cautivó, unos impresionantes callos –que el cocinero denomina ‘a la Ayuso’–, intensos de sabor ahumado por el chorizo y la morcilla asturianos, con un atractivo, pero no excesivo, picante y especias –clavo, comino–, bien cuajados, deliciosos (12,5€). No son demasiados los restaurantes donde pueden encontrarse callos bien guisados, y éste es, sin duda, uno de ellos. Sólo por esto, merece la pena la visita. Se nota que les gusta la casquería. Tenía también como sugerencias un infrecuente frito de sangre y mollejas de ternera.

De lo que nosotros probamos, absolutamente destacable un bacalao desalado, de lomo jugoso y potente, con espectacular rebozado, acompañado de rodajas de calabacín a la plancha (16€). Pocas veces he disfrutado de una fritura tan particular, crujiente en el exterior y realzando todo su sabor. «Como lo hacían nuestras madres», señalaba el propio cocinero, con el adecuado rebozado de cerveza, levadura y harina. Y el otro plato que coronó nuestro estupendo almuerzo fue un floquet, esa pieza pequeña, tierna y jugosa, de apenas 1 kilo que sobresale de la entraña, que los franceses llaman onglet, y que es lo suficientemente apreciada como para que raramente se encuentre a la venta, porque el carnicero solía reservársela.

Joseba la preparó cortadita en trozos, bien marcada por fuera y dejando tierno y rojo el interior, acompañada por patatas fritas y pimientos rehogados. Un manjar (16€). De postre, crujiente hojaldre de manzana, y tarta de requesón, el brossat mallorquín, ambos muy conseguidos (5€). En definitiva, un lugar sencillo, nada sofisticado, pero donde se come muy bien y permite disfrutar de una cocina tradicional, muy bien tratada, con una magnífica relación calidad precio. Ojalá logre mantenerse mucho tiempo.