Larga vida al Rincón de Caí, un trozo de Cádiz en la Isla.

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Llevan 19 años en Palma, donde la calle Aragón se acerca a Marratxí, y sentarse en cualquiera de las mesas del interior o en las de su pequeña terraza sigue produciendo el placer de quien sabe que va a comer bien, con un servicio que le hará sonreír por la gracia innata que tienen los gaditanos –no hay más que ver sus chirigotas–, y satisfecho por su magnífica relación calidad precio. El local ocupa una zona retranqueada en los bajos de un edificio de la barriada Verge de Lluc, con una cocina escondida tras la barra, relativamente pequeña, donde un par de personas en los fogones y una tercera para solucionar la intendencia del fregado, son capaces de preparar deliciosos platos de cuchara –bogavante caldoso con fideos, judías o garbanzos–, los estupendos pescados fritos o a la plancha, las tiernas chuletillas de cordero o –el día de nuestro almuerzo– jugosos lagartitos de cerdo ibérico, que plantan en la mesa en su punto. Es esa conjunción de producto, elaboración, servicio y precio lo que ha mantenido vivo este rincón –casa de comidas modesta y honesta– que retiene su clientela clásica y la amplía con el boca a boca. No está precisamente céntrico, y hay que ir ex profeso. Pero ello convierte a este trozo de Cádiz en Mallorca en un tesoro escondido.

Como marca la tradición de esa zona de Andalucía, manejan con maestría el arte de la fritura. Fundamental si se quiere lograr el perfecto matrimonio entre producto y el punto con el que lo sacan a la mesa. Las claves son el tiempo, la intensidad del fuego y, sobre todo, el tipo y la rotación del aceite. Es esencial cambiarlo a menudo y que admita temperaturas elevadas sin dañar lo que se fríe. Aquí utilizan girasol alto proteico –consumen 80 litros semanales–, que les permite conseguir ese objetivo sin solapar el sabor del pescado. Lo notamos en las rabas de calamar y en los salmonetes rebozados y desespinados (sorpresa, porque habitualmente los había comido con cabeza y espinas), completamente desaceitados. Y fue perfecto el punto que le dieron al pargo, un pescado considerado menor, pero que estaba magnífico. Una pieza de algo más de un kilo, troceada, con logradas patatas fritas y ensalada, a 45€ la pieza.

Éramos cuatro comensales, y quisimos probar y compartir varios platos, buena manera de conocer las excelencias de cualquier cocina sin quedar saturados. Empezamos por un curioso matrimonio de ensaladilla, melosa en su simplicidad (patata, atún, mayonesa), y torreznos de Soria, que esa provincia castellana ha elevado a la categoría de manjar con D.O. (13,5€). Después unas rabas de calamar estupendas de fritura (12,5€), y un bogavante a la plancha con huevos y patatas fritas. Plato delicioso que sólo necesita un buen producto –el bogavante no era nacional, pero estaba jugosamente aliñado con ajo y perejil–, y maridaba muy bien con unos huevos de yema apenas hecha, espléndidos para mezclar con las patatas fritas, que aquí bordan.

Un plato –asómbrense–, a 25€, que bien podría convertirse en sí mismo en estrella única de cualquier almuerzo. No era fácil limitar la elección, porque había otras muchas tentaciones en las sugerencias. Desde almejas, navajas y zamburiñas, a los pescados habituales (lenguado y calamar nacional a la plancha), apetecible tarantela de atún rojo de Barbate, o los bacalaos, que cocinan gratinado, frito, plancha o con tomate. Se supone que algunos de los pescados serán congelados, porque es casi imposible que puedan cuadrarles las cuentas. Pero los cocinan tan bien, que superan cualquier objeción. Los vinos, en la misma línea. Carta estrecha y clásica, pero digna. Multiplican proporcionalmente más el precio de las botellas más baratas: Pomal a 18€ ; Emilio Moro, 30€; Castillo de San Diego Barbadillo a 14,5€ o Terras Gaudas a 24,5€. Larga –y merecida– vida a este genuino rincón gaditano en la capital palmesana.