Aquí se come compartiendo cualquiera de los platos de la carta. No hay pescado. Sólo mariscos y moluscos del Atlántico.

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Supongo que haber encontrado hace años un emplazamiento adecuado fuera de las zonas de moda ha permitido al propietario de esta buena taberna gallega mantener calidad y precio. Esos son los dos principales reclamos por los que los clientes, autóctonos en su gran mayoría, se acercan a este local ubicado en la parte final de la calle Aragón de Palma, de aspecto poco atractivo en su exterior, pero en el que inmediatamente quedas imbuido de la atmósfera de taberna auténtica, engalanada simplemente por unas nasas colgando del techo, pizarras con recomendaciones y unas cuantas fotografías de diferentes pasajes de la vida de Ernest Hemingway, uno de cuyos afamados libros le presta el nombre.

El éxito conseguido desde que está funcionando reside en el producto. Marisco y cefalópodos frescos, ricos, preparados con simplicidad pero con maestría, que les envía directamente su escogida red de suministradores gallegos esquivando intermediarios. No hay que dejar de lado, ni mucho menos, el magnífico servicio, con el poso de muchos años asesorando a sus muy fieles y repetidores clientes. Es una buena recomendación tomar nota de lo que les acaba de llegar para elegir bien o, como fue nuestro caso, para sobreponernos al fiasco de que cuando almorzamos no tenían ni mejillones ni empanadas de zamburiñas hechas con harina de maíz, una verdadera delicatessen.

Aquí se come compartiendo cualquiera de los platos de la carta. No hay pescado. Sólo mariscos, moluscos del Atlántico, desde navajas a zamburiñas, almejas, espléndidos berberechos con mínima elaboración, y muy buen pulpo y calamar. Más, obviamente, estupenda tortilla de patata, poco hecha al estilo Betanzos, lacón a la gallega, oreja, chorizos o croquetas. En definitiva, lo que hace feliz a los comensales en una buena taberna gallega, pero con la particularidad de que lo estamos disfrutando en -casi- el corazón de la capital palmesana. Y no sólo por ambiente, sino por filosofía gastronómica. Éste es un lugar para disfrutar con lo que se come y se comparte, propicio para conversación y para acompañarlo con vinos de la zona, que no son los únicos de la carta, pero sí los mayoritarios. Lo cuentan bien en alguna de sus pizarras: «Nuestros vinos son para viajar. La calidad se encuentra en su origen: bodegas familiares y pequeños productores de las Rías Baixas o Ribeira Sacra… Saboreando nuestros vinos, se vuelve a Galicia».

El restaurante es hermano de O Castro, también en una zona algo apartada, pero no distante, del centro de Palma, y ambos comparten las mismas esencias, producto, e incluso la bonhomía y buen hacer de sus camareros. En esta taberna hemingwayana empezamos con los productos de concha. Zamburiñas apenas marcadas en la plancha, impresionantes de sabor a mar. Grandes, sabrosas, perfectas almejas, y unos berberechos pasados por depuradora, sin una mota de arena, una verdadera delicia. En su punto el pulpo a feira acompañado de cachelos con aceite y pimentón. Y bien crujientes las rabas de calamar, siempre un acierto si -como era el caso- está lograda su fritura. Y buenos unos pimientos de Padrón que no picaban. Hubiera sido un gran complemento alguno de los platos de cuchara que mezclan legumbres con mar. Doy fe que son estupendas las judías con bacalao y las alubias con pulpo, pero son guisos que hay que encargar, lo que me resulta difícil de entender porque son platos que aguantan magníficamente de un día para otro. Interesantes los postres que probamos, todos caseros, tanto la compota con manzana y miel, el semifrío de tetilla y membrillo y el arroz con leche.

Muy buen servicio, con excelente asesoramiento y consejo, y cambio de copas -sacadas directamente del congelador- cada vez que nos renovaban el correcto Ribeiro turbio de cosecha que venden, asómbrense, a 10€ la botella. Muchos otros restaurantes podrían tomar nota. Deberían mejorar su acústica. Una delicia.