Sacamos dos docenas de ostras de la concha y las aliñamos.

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Por qué nadie le había dicho al mayordomo que los pepinos no se cortan nunca con cuchillos de acero…? Sillerton Jackson se sirvió un filete de solomillo y rechazó la salsa de setas después de olisquearla imperceptiblemente. Parecía confuso y hambriento. Dio un pequeño trago, como si hubiera estado probando un vino de Madeira invisible. (Se comentaba más adelante) Es una lástima que la abuela se perdiese su pequeña cena a base de ostras que habían preparado en Delmonico Campanini y Scalchi…» Podía leerse páginas después: «La salita del reservado en el restaurante daba a una terraza larga de madera hasta cuyas ventanas llegaba el aire marino, aunque resultaba desnuda y fría, con una mesa cubierta de un vasto mantel a cuadros y donde había un frasco de encurtidos y un pastel de arándanos…».

Y pasado un tiempo, en otra cena se contaba con un chef contratado y dos lacayos prestados para servir el ponche romano, pues como señalaba la señora Archer, «el ponche romano marcaba la diferencia, no por sí mismo sino por lo que implicaba, es decir, la significación de que con ello dicha bebida iba a servirse pato salvaje o guiso de tortuga, dos clases de sopa, un plato dulce frío y otro caliente… También habría bombones de Maillard en cestas abiertas de plata entre los candelabros…» Son fragmentos de la novela La edad de la inocencia (1902) que tiene su escenario en Nueva York y en la alta sociedad de la época, quizá la obra más emblemática de Edith Wharton (1862-1937), nacida en la citada urbe y en el seno de una familia rica y aristocrática, rango que ella misma describe y critica.