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Todavía hay personas que siguen asociando Marcelino, el restaurante gallego de la familia Míguez especializado en mariscos y pescados a la plancha, con el antiguo local de la calle San Lorenzo, cerca de la iglesia de la Santa Cruz en Palma. De eso han pasado bastantes años, han cambiado de emplazamiento y ya no está regentado por el padre ni por la madre, sino por sus dos hijos, que han tomado el relevo del negocio, ubicado ahora en los aledaños de la Ciudad Jardín, en un espacio más amplio, sobrio, de estética bastante aséptica, compensada por una pequeña terraza exterior en la que, particularmente por la noche, es una delicia disfrutar de los buenos pescados y mariscos que siguen ofreciendo.

El dominio de la plancha y el producto han sido el gran activo de Marcelino. Como reconocen sus hijos, han tenido la suerte de heredar el negocio y la clientela, que en buena parte ya lo era del enclave original. Han mantenido las esencias, atendiendo como se espera a unos comensales que saben perfectamente lo que van a encontrar: producto de gran calidad que les suministran pescadores de su confianza, y que la factura tenga un importe razonable, aunque no bajo, porque su oferta depende del fluctuante precio de mercado. Pescado y marisco siguen siendo muy frescos y la elaboración, que es clave, perfecta de punto. Aquí no hay que buscar sofisticaciones. Lo ideal es centrarse en las almejas, berberechos, navajas, mejillones, gambas, calamar, pulpo o cualquiera de los pescados que recomienden, que preparan sin añadidos, de una manera casi olvidada ante la proliferación de salsas encubridoras del verdadero sabor del pescado. Los amantes de la carne pueden encontrar también un buen chuletón de ternera o una paletilla de cordero, aunque la parte carnívora no sea lo que más destaca en este restaurante.

Nuestra comanda fue un buen exponente de cómo encontrarse a gusto con la sencilla simplicidad que ofrece esta casa: por indicación de quien nos atendió, uno de los hijos de Marcelino, tomamos unos muy buenos berberechos al vapor, de intenso sabor a mar, que les habían traído ese día (18€), y un espléndido gallo de San Pedro mediano, de tres cuartos de kilo (58€, 77€/kg), perfecto para dos, y que nos sirvieron muy bien de punto, poniendo de manifiesto que el otro hijo –que se encarga de la cocina– tiene un envidiable dominio, heredado y perfeccionado, del arte de la plancha. Todo ello, acompañado por unas excelentes patatas gallegas cocidas, regadas con intenso aceite de oliva, unos jugosos pimientos asados, y una fresca ensalada de lechuga, tomate y cebolla.

Tomamos como postre una melosa tarta de queso (5,5€), todo ello acompañado por un correcto albariño de la casa que no desentonaba con la cena. La carta de caldos no brilla, precisamente, por su originalidad, pero tiene un nivel de precios bastante ajustado, sobre todo en relación a otros muchos restaurantes. El servicio correcto, aunque sin demasiado entusiasmo, tal vez porque cuando fuimos, era un día entre semana y la clientela vespertina no era abundante. No recuerdo si nos ofreció algún digestivo, pero hubiera sido un detalle que, al menos, nos invitaran al descafeinado que tomamos. Pequeños detalles que no cuestan demasiado y que se echan en falta.

En conclusión, un clásico del pescado y marisco, en un lugar bastante diferente al original, cómodo para aparcar, frío y aséptico de ambientación, con una agradable pequeña terraza, donde siguen ofreciendo buen producto, sin sofisticaciones, con buen dominio de la plancha y a precio razonable en comparación con otros similares.