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El éxito de Jai Alai es ofrecer buena cocina de temporada. Y, además, ser un restaurante vasco. Algo que si se cumple lo que marcan los cánones, es algo serio en asuntos gastronómicos. En este local, ubicado en una parte menos frecuentada de la calle Fábrica, en el barrio de Santa Catalina, los platos de su menú ofrecen una espléndida muestra de la cocina tradicional de esa zona de España centrada en los productos de temporada. Se pueden encontrar durante todo el año algunos clásicos por los que merece la pena repetir visita, como su tortilla de bacalao, impresionante, sus guisos de cuchara o, al adentrarnos en otoño, las magníficas setas, níscalos, rebozuelos y demás hongos que hacen las delicias de los aficionados a la micología.

Si hay suerte, incluso se puede encontrar una fritada de camagroc –el rebozuelo anaranjado– con habas y jamón, para chuparse los dedos. El problema es que en este año de sequía, las setas han sido escasas y ese placer ha sido un deseo difícil de conseguir, como recordaba Garbiñe, su eficiente y amable propietaria. El restaurante, austero pero acogedor, recuerda en uno de sus grandes murales al deporte de pelota que le da nombre, y está frecuentado por clientes repetidores atraídos por su buena cocina.

Su menú es potente, con buena carne mayor –vaca de 9 a 11 años– que dejan madurar 45 días antes de prepararla a la parrilla; magníficos guisos de caza, y suculentas carrilleras de cerdo. Y cada día, a la hora del almuerzo, un sugerente plato del día, desde arroz meloso con hongos y foie o, caso de la semana en que les visitamos, un sukalki –guiso de carne de vacuno con patatas y verduras–- o unas alubias de Tolosa con sus sacramentos, a precios ajustados teniendo en cuenta su calidad. El día en que almorzamos la propuesta eran unos huevos rotos con bacalao, salsa de pimientos choriceros y patatas fritas, deliciosos (10,9 euros).

El resto de nuestro menú fue clásico y sabroso. Unas croquetas de Idiazábal y de chipirón, muy cremosas (6,4 euros); huevos rotos a los que los pimientos choriceros, rehogando el bacalao, les daban un potentísimo sabor; y, también para compartir, una merluza koskera perfecta de punto, con una intensa salsa verde bien lograda (23,9 euros, precio según el mercado). En esta casa, es casi imprescindible dejar un hueco para los postres. Recordaba con nostalgia el goxua (bizcocho empapado de ron, nata, crema pastelera y azúcar caramelizado) que había probado en otra ocasión, y no hubo decepción. Estaba tan buena como entonces, al igual que la pantxineta, otro de los must dulces de este restaurante. Todo regado con un Tilenus 2018, un mencía del Bierzo que es siempre un acierto, y a muy buen precio (20 euros).

Conclusión: casa seria, de gran producto de temporada y muy buena cocina, ajena a cualquier puesta en escena artificial y, además, preocupada por los eventos del sector. En sus redes sociales recogieron el reciente congreso de gastronomía y mujeres celebrado en Palma denominado Parabere, explicando –muy bien– quién era María Mestayer, una gastrónoma de la primera mitad del siglo XX que regentó en Madrid el restaurante Parabere y a la que siempre se conoció como Marquesa de Parabere. Su manual clásico de cocina tradicional ha vendido más de un millón de ejemplares.