Josep Pinya | Profesión: Galerista | Principales aficiones: Navegar, bucear y pescar | Una pasión: La estética. | Eugenia Planas

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Aparece Pep Pinya en la escalera del jardín acompañado de sus perros. Miro al pastor alemán y le llamo: «Casilda, Casilda!». En una persistencia de la memoria daliniana, los relojes se paran en una tarde de hace 14 años cuando le visité por cuestiones periodísticas y Casilda le acompañaba. Ahora son Petra, Rita y Cleo quienes comparten la maravillosa aventura del ‘Dolce far niente’, acomodadas en el jardín. La mirada se posa en todos los rincones de la terraza que circunda la casa de cientos de metros. La conversación discurre entre cipreses, palmeras, ginjols y las notas de color de los cincuenta rosales.

En el centro destaca la piscina rodeada de inmensas esculturas de Nadal, Sirvent, Sempere, Llambías, Aguiló y Canyelles. Solo se escucha la voz de Pep Pinya, el trino de pájaros y las carreras de Rita persiguiendo su vuelo. «Esta es la casa que yo quería, una casa pacífica». El galerista luce bronceado de cubierta de barco. Es un hombre que persigue la belleza y bucea la emoción. Confiesa su edad, ochenta y cuatro años, y su visión de la vida: «Se debe vivir con humor y gran dosis de picardía. Si no hay pasión no hay vida». Planea para el día siguiente una inmersión o una jornada de pesca. Sus pasiones son reunirse con amigos, disfrutar de la música en solitario o del silencio de una casa creada «para sentirme cómodo, en la placidez de la intimidad y el silencio que relaja e invita a modelar proyectos».

En los 90 compró este solar y la casa semiderruida que antes fue un criadero de visones. La antigua barandilla y sus maceteros de estilo italiano le inspiraron. «Al construir la vivienda hice moldes de las barandas antiguas y sus maceteros. Los bancos los copié del Parc Güell pero sin las baldosas que hacían evidente la copia».

Pep Pinya, junto a la piscina rodeada de árboles y esculturas.

Una casa al estilo italiano que distribuyó según necesidades e inquietudes. Le ayudó a crearla el decorador Carlos Serrano. «Hay mucha obra de arte. Las que se ubican aquí tienen una historia y están por algo. Hoy en día en el arte contemporáneo hay mucha confusión, ni las ocurrencias ni los trabajos manuales pueden considerarse como tal».

El porche es para los veranos y cálidos días de invierno. Dos ambientes en un mismo espacio que comparten esculturas de un mismo autor. La mesa de la izquierda, que hace las veces de mesa de comedor veraniego, es obra del escultor Cerolli. La otra, la de las tertulias a cobijo, la diseñó Pinya y se nutre de historia y anécdota en sus patas maceta. Barceló, Mompó y Tàpies adornan un salón con tres ambientes diferenciados. Esculturas y lienzos los firman un sinfín de artistas con quienes estableció «un momento de feeling». El galerista no desea mostrar sus pertenencias pero poco a poco ganamos su confianza.

Josep Pinya se sumerge en la placidez del silencio que invita a modelar proyectos.

Tumbada casi en el suelo, una consigue la complicidad de Petra para fotografiarla junto a Pinya bajo uno de los pinos que rodean su hogar. Mientras tanto, Rita juega con las carpas del estanque cercano a la escultura de Ramis, un perro rojizo que vigila la entrada. Cleo dormita en la salita de estar, lugar de intimidad donde el arte se encarama a la chimenea. Los espacios distribuidores destilan arte en las pupilas de Pinya. Mira una obra y se produce un momento de feeling interesante. Pinya no ha perdido la capacidad de emocionarse ni el arte de conquistarnos.