Subirán entra en la Jefatura de Policía en 2011, con Pedro Horrach. | Alejandro Sepúlveda

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Llegó a la Isla en 1987, procedente de Calahorra. En sus primeros momentos pasó desapercibido, pero a principios del 2000 su nombre comenzó a sonar. Empezaban a aflorar, tímidamente, los escándalos del PP de Jaume Matas y UM de Maria Antònia Munar, y Miguel Ángel Subirán se convirtió en el escudero del fiscal estrella: Pedro Horrach. Era un valioso ayudante, pero sus métodos expeditivos llamaron enseguida la atención: cuando interrogaba a algún sospechoso se ensañaba con él y le ofrecía solo un camino: «O colaboras o te vas una temporada a la cárcel». Si el aludido era inocente, mala suerte.

Que nadie es perfecto. De aquella época se sabía poco de él: contaban que era un nadador consumado y que le apasionaba la moda. O que le gustaba perderse por la Colònia de Sant Jordi. Con el tiempo, se hizo un nombre. Casi una leyenda, pero negra. Tras superar el ‘caso Nóos’ o el ‘Palma Arena’ llegó su bautismo de fuego: el ‘caso Cursach’. Era a finales de 2014 y Subirán no estaba aún en su apogeo porque la jueza titular del caso, Carmen González, controlaba todos los detalles y su margen de maniobra era escaso. Con la llegada del juez Manuel Penalva todo cambió y el tándem instauró su reinado del terror.

Sin que nadie les tosiera. Ni sus compañeros. Fue la época en la que su mentor Horrach dejó la fiscalía para ejercer de abogado y Subirán renegó públicamente de él: el aprendiz apuñalaba al maestro. A traición. La apisonadora del ‘caso Cursach’ no admitía oposición alguna, y fue entonces cuando Antonio Jarabo, jefe superior de Policía, y Toni Suárez, histórico jefe antidroga, cayeron en desgracia. Su pecado: cuestionar los métodos de la investigación. Al comisario Toni Cerdá, que formó equipo con Horrach y con el juez José Castro, Subirán también lo vendió: una explicación suya cuando estaba siendo investigado por una reunión con ‘El Ico’ habría ahorrado al de Randa un calvario judicial. Pero el fiscal lo dejó abandonado a su suerte. A los pies de los caballos.

Aparecieron las paranoias y conspiraciones. Jaume Barceló, coronel de la Guardia Civil, y el comisario José Luis Santafé, jefe de la Policía Judicial, tuvieron que soportar sus malos modos, sus ataques de ira incontrolada y sus espejismos. Subirán ora denunciaba que le habían robado sus canarios de la Colònia de Sant Jordi ora clamaba que habían entrado a robar en su casa. Siempre sin pruebas. Y exigía, por supuesto, una contundente investigación policial. Hasta doce guardias civiles fueron movilizados por el caso de los pajaritos. Con una capacidad sobrehumana para buscarse enemigos, el fiscal también chocó con la delegada del Gobierno de entonces, Teresa Palmer, a la que llegó a exigir con cartas amenazantes que le permitiera llevar una pistola, para su defensa personal: «Si me ocurre algo, usted será la responsable».

Su obsesión por la Policía Local de Palma le llevó a planificar la decapitación de la estructura de jefes. Un cuartel a su medida. Tras visitar al intendente Antoni Vera en su despacho para contarle los problemas que le causaba un aire acondicionado de un local de abajo de su casa, se marchó airado. Poco después, Vera sufrió un furibundo ataque judicial por acusaciones falsas de testigos a medida. De la madame, una de las grandes mentirosas de la historia judicial, Subirán dijo: «Es una testigo excepcional y extraordinaria».

Con el hijo de ‘La Paca’ , otro dechado de virtudes, fue más allá: «’El Ico’ es hasta entrañable». Su obsesión final fue Álvaro Gijón y José María Rodríguez. Si caían, él sería elevado a los altares. Un nuevo Horrach. Mejor. Y para acabar con ellos, y con otros, creó campos de exterminio de la reputación. Prostitutas, cocaína y fiestas. Y una exposición mediática radioactiva, que acababa devorando a los imputados. Tomás de Torquemada, en 1498, pasó sus últimos días redactando órdenes del Santo Oficio en un convento de Ávila. Subirán, inquisidor moderno, ha tenido más suerte: lo jubilan con paga en Mallorca a los 59 años. Justicia divina.