Los crímenes de Högel salieron a relucir en verano de 2005, tras ser sorprendido por una compañera de trabajo cuando envenenaba a un paciente. | Pixabay

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El enfermero alemán Niels Högel, condenado ya a cadena perpetua en 2015 por dos asesinatos y tres intentos de asesinatos, se confesó culpable de la muerte de hasta 100 pacientes en el proceso abierto contra él por la Audiencia de Oldenburg (centro de Alemania).

El imputado, de 41 años, respondió con un «sí» a la pregunta de si se reconoce culpable de los cargos que le imputa la Fiscalía en la vista de este nuevo juicio por presunto asesinato múltiple.

Los crímenes de Högel, considerado el mayor asesino en serie de la historia criminal alemana desde la Segunda Guerra Mundial, salieron a relucir en verano de 2005, tras ser sorprendido por una compañera de trabajo cuando envenenaba a un paciente.

A raíz de ahí se abrieron diligencias contra él, en el curso de las cuales se revelaron otras muertes en circunstancias sospechosas que derivaron en un juicio, donde confesó que entre 2003 y 2005 había inyectado dosis de diversos medicamentos a unos 90 pacientes.

Tras ser condenado a cadena perpetua se decidió proseguir las investigaciones hacia de esos otros presuntos asesinatos, hasta abrirse una nueva acusación formal por hasta 106 asesinatos, de los cuales se han llegado a dar por probados un centenar.

Las investigaciones policiales y de la Fiscalía llegaron a relacionar al enfermero con la muerte de casi 70 pacientes de la clínica de Delmeshorst, donde trabajaba, que presumiblemente recibieron sobredosis de medicamentos como Ajmalin, Sotalol y Lidocain.

Asimismo se le relacionó con otras muertes de otra treintena de pacientes, de entre 34 y 96 años de edad, en una de clínica de Oldenburg donde había ejercido anteriormente.

Fue preciso realizar las exhumaciones de esos pacientes, algunos de los cuales habían sido enterrados en Turquía, para poder determinar la presencia de esas sustancias y su posible muerte por sobredosis.

En el anterior juicio, Högel explicó que había inyectado a hasta 90 pacientes sobredosis de fármacos que les causaban alteraciones serias de la circulación y el ritmo cardíaco.

El acusado describió asimismo con detalle la tensión que vivía ante lo que podía suceder cuando inyectaba a los pacientes el medicamento, lo bien que se sentía cuando conseguía reanimarlos y lo deprimido que le dejaban las muertes.

Cuando un paciente moría se prometía a sí mismo no provocar más casos mortales, pero sus buenos propósitos «se desvanecían con el tiempo», explicó, tras admitir que actuó por aburrimiento y para demostrar su valía ante sus colegas.