Un paisaje lunar, de un blanco desquiciante. La Antártida puede ser un paraíso y también un infierno. Y de un estado a otro basta con que pasen unas horas. Los mallorquines Rafel Munar y Mariska Anderegg -ella holandesa de nacimiento- han experimentado las dos sensaciones y lo tienen muy claro: «Al principio, cuando todo estaba controlado, disfrutamos muchos. Cuando se complicó la cosa hubo momentos muy duros, de tortura psicológica».
El matrimonio planeó el viaje en abril pasado y se inscribió en un curioso maratón de 45 kilómetros por aquellas plataformas de hielo. Rafel y Mariska son dos deportistas consumados y prepararon la expedición a conciencia. En su club de atletismo -el Metal Nox ADA Calvià- planificaron la carrera que debía celebrarse en diciembre. El mes pasado, la pareja tomó un avión y llegó a Chile. Desde Punta Arenas llegaron en una aeronave rusa al campamento de Patriots Hills, en la Antártida. Su sueño se había cumplido. Rafel y Mariska completaron el maratón con holgura y se dispusieron a disfrutar del continente antártico, los días que le restaban de expedición. El tiempo, empero, les tenía reservada una sorpresa. El 16 de diciembre debían regresar a Chile y de ahí a España, pero el panorama cambió drásticamente. «Llegaron unas ventiscas salvajes y nos dijeron que no podíamos salir», cuenta Rafel.
Al principio lo encajaron con deportividad, pero los días pasaban y las condiciones se hacían más extremas: «Había luz todo el día, porque allí es verano, y eso te cambia el reloj del cuerpo. El viento era terrible y alcanzaba rachas de 100 kilómetros por hora. La visibilidad era nula y no podíamos casi salir de la tienda. Alejarse del campamento era un suicidio», cuenta Mariska.
Para los dos mallorquines, una de las claves por las cuales soportaron todas las tribulaciones, fue que estaban rodeados «de un equipo humano extraordinario». El campamento estaba formado por un crisol de nacionalidades: americanos, holandeses, japoneses, sudafricanos, neozelandeses, noruegos, ingleses, belgas y ellos dos españoles. Eran unas 70 personas, entre científicos, deportistas, aventureros, montañeros y expedicionarios que se dirigían al Polo sur.
Las conversaciones entre todos ellos, con muchas horas muertas a los largo del día, fueron uno de los alicientes que encontraron Rafel y Mariska en medio de tanta inquietud. «Se organizaban conferencias y había gente muy interesante. Uno de los que estaba con nosotros había subido diez veces al Everest. La gente, en condiciones extremas, se vuelve muy humilde y la convivencia la verdad es que fue muy fácil», apunta el vecino de sa Pobla. En el exterior del campamento, el mercurio bajaba a menos cuarenta grados. Y los días pasaban, en blanco. Por Navidad les dieron esperanzas, que se desvanecieron. El 26 -segona festa, en Mallorca- tampoco fue posible salir del continente helado y por fin, el 27, el avión despegó. «Fue de milagro, pero salimos». El 29 el matrimonio ya estaba en Palma. Si hicieran caso al anuncio pensarían en verde, aunque después de la Antártida solo piensan en blanco.
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